Cuentos, lecturas extraídos de la antología de los libros del Bicentenario
de secundaria, alumnos de 4to año en lengua y literatura, hacen sus propios
análisis, lecturas, comentarios junto a su profesora Lozano, María….algunos de
los que han elegido son:
El libro de Sylvia Iparraguirre:
El
hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida
del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la
luz mortecina le alcanzó su cara en el espejo manchado.
Maquinalmente
se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era
mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de
canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de
tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un
momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la
editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras
páginas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos
ni apartados.
Miró
el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se
acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coincidencias.
Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares;
más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila
de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció, completo,
sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía
inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente
de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los
que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar.
Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro.
Recorrió las páginas sin ver las palabras.
Finalmente
sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza
su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos
por el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a
mirarse asombrado al espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que
estaba pasando.
Volvió
a abrirlo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las páginas, va a
mirarse asombrado... El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un
objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en diez
minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo
metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia
la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba
escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el
peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte,
más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minutos
para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera
encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía
una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró
los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a
correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre
las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el
impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la
puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo
persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y
salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama
de vías que se abrían en diferentes direcciones.
S ylvia I prraguirre
Nació en 1947 en Junín, Provincia de Buenos Aires. Fundó, junto a Abelardo Castillo (con quien se casó en 1976) y Liliana Heker, la
revista literaria El Ornitorrinco. Docente, investigadora y narradora, sus
cuentos integran numerosas antologías. Entre sus obras figuran: En el invierno
de las ciudades (cuentos ). Probables lluvias por la noche (cuentos), El Parque
(novela).
El día que
no existan más ratones: Margules, Paula del libro Cuentos para seguir creciendo. Eudeba y FMG.
El
citadino se burla del provinciano que desconfía del recién llegado que sospecha
del afroamericano que recela del blanco que desprecia al francés que rechaza al
polaco que duda del inglés que segrega al brasileño que se ríe del gallego que
hace bromas sobre le argentino que margina al boliviano que rechaza al gringo
que ofende al indio que huye del católico que humilla al judío que se aparta
del palestino que mata al Israelí que pelea con el árabe que desprecia a la
mujer que maltrata a los chicos que pisan al sapo que come insectos que pican
al hombre flaco que discrimina al gordo que se ríe del travestido que rechaza
al policía que abusa del ladrón que roba al adolescente que señala al
homosexual que critica al cura que rechaza al político que se aprovecha del
débil que maldice al fuerte que atropella al distraído que vitupera al viejo
que engaña al joven que contradice al adulto que se queja de su jefe que odia
al gerente que acosa a su secretaria que envidia al cadete que huye del
director que está harto del cliente que exige del vendedor que engaña al
comprador que insulta al fabricante que se queja del funcionario que desdeña al
periodista que hostiga al camarógrafo que prepotea al entrevistado que insulta
al intelectual que señala al ignorante que ofende al estudioso que reprocha al
médico que subestima al enfermo que sufre al burócrata que patea al gato que se
come al ratón que muerde un tobillo y contagia la rabia.
Inmolación por la belleza, Denevi, Marco, falsificaciones, Buenos Aires,
Corregidor, 2007.
El erizo
era feo y los sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos,
sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en
realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo
se atrevía a salir a altas horas de la noche, y si entonces oía pasos,
rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez
alguien encontró esa esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de
rociarlo con agua o arrojarle humo(como aconsejan los libros de zoología)tomó
una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá
falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro,
flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y
un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo hasta
transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron
a contemplarlo. Según quien lo mirase, semejaba la corona de un emperador
bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc, o si las luciérnagas se
encendían, el fanal de una góndola empavesada, o si lo miraba algún envidioso,
un bufón.
El erizo
escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos y lloraba de felicidad.
Pero no se atrevía a moverse por temor a que se le desprendiese aquel ropaje
miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los
primeros fríos había o de hambre y de
sed. Pero seguía hermoso.
“La salvación”, de Bioy Casares, Adolfo, Guirnalda con
amores. 2010-
Esta es una historia de tiempos y de reinos
pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más
allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda
de los filósofos decapitados, el
escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras
abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo,
el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra
amenazadora.
Comprendió
la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo –sin
duda estaba pensando el tirano_es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy
incapaz?
Entonces un
pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor
discurrió la idea que lo salvaría. Por humildes que sean _dijo indicando el pájaro _hay que reconocer
que vuelan mejor que nosotros”.
La literatura y felicidad de Castillo,
Abelardo
La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza.
¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la
literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere
ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo
menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la
ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder.
Por eso es tan difícil
escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha
escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y
él dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor. Uno confunde la felicidad con las
felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad
absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe.
Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria,
pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un
intento de eternizar esos momentos.
Desde el Pozo de O rlando Van Bredam
A
mí siempre me gustó más la casa de la abuela. Sobre todo por el patio. Acá en
el departamento de mamá te aburrís. Al principio no, me gustaba porque me pasaba
en el balcón mirando los autos y los chicos que jugaban carreras en bicicleta y
me gustaba tirar piedritas y paracaídas de celofán pero ya me cansé de todo eso.
En cambio, desde que descubrí a los indiecitos carajá en el patio de la casa de
mi abuela, no hago más que pensar en el sábado y el domingo que es cuando mi mamá
me lleva o me tira como dice el abuelo mientras rezonga y resopla la pipa, pero
yo sé que él igual me quiere y me quiere más que el tío Horacio, ese que hace
como que me quiere y me trae siempre alfajores, parece que lo único que sabe es
traer alfajores de no sé dónde. Pero a mí no me importa, a mí me importan más los
indiecitos carajá que descubrí una siesta mientras mis abuelos dormían, en el
fondo del patio, pasando la huerta, casi con el tejido de don Bermúdez.
Mi
abuela siempre me decía que no tenía que ir ahí porque ahí había antes un pozo
de agua y que la tierra era más blanda y que me podía caer y todas esas cosas
que dicen las mamis y las abuelas porque creen que uno es sonso y que siempre
anda metiéndose en líos porque sí. Esa siesta cuando dormían y el abuelo
roncaba como una locomotora, aproveché y despacito, despacito, me arrimé casi
hasta el tejido y de pronto vi en el suelo seco, reseco, un agujero así. Sí,
así de grande. Entonces me arrodillé y miré hacia adentro. Al principio todo
estaba oscuro pero empezó a aclararse igual que cuando el abuelo abre la puerta
del galpón, al principio no ves nada pero después entra toda la luz y es como
afuera. No había nada, primero no había nada. Entonces me senté y me puse a
jugar con unas latitas de conserva como que eran soldados y los puse en fila
cerca del pozo. Era un comando. Tenían la misión de bajar a investigar si había
nazis. Los empujé uno por uno y puse el oído para ver cómo sonaban abajo. Fue ahí
que me asusté porque escuché como un quejido o un grito. Y enseguida vi
aparecer unas manos que se agarraban al borde y que querían salir. No me asusté.
Me daba gracia lo chiquito de las manos. Como la muñeca de mi prima Lorena.
Pero era un hombrecito y con mucha facilidad salió del pozo y detrás de él
otros y otros y otros. No terminaban nunca de salir. Cuando los vi a todos
juntos mirándome, me di cuenta de que era un malón de indios igual que en las
películas. Pero eso sí, estos no tenían la cara pintada ni muchas plumas como
los cheyenes. Una vincha roja y hachas y arcos y flechas. El primero que salió
se acercó hasta mis rodillas que todavía seguían apoyadas en el suelo y alzando
una lanza me dijo “Kaboi” por lo que entendí que era su nombre y que él era el
jefe. Seguro que era el jefe porque era el único que hablaba y los demás me
miraban en silencio y con los ojos así como si nunca hubieran visto a alguien
tan grande. Era una risa. Cuando me paré no me llegaban ni a mi ombligo y retrocedieron
asustados y con las lanzas me apuntaron y si yo hubiera querido de una patada
hubiera hecho un desastre. Pero se veía que eran buenos y que querían ser
amigos y por eso no hice nada y hasta me senté para poder estar más cerca de
ellos.
Kaboi
levantó una mano, igual que en las películas, en señal de paz y amistad.
Después recogió un pedazo de madera podrida y la mostró a los demás. Todos
miraban como si fuera algo extraordinario
y hacían gestos y hablaban y yo no entendía nada. Hasta se olvidaron de
que estaba allí, sentado y mirándolos. Después de un ratito, Kaboi tiró la
madera podrida, levantó una mano como antes y con una señal les dijo que volvieran
al pozo. Era un plato ver cómo se largaban uno detrás del otro y caían y caían
y yo por más que trataba no podía ver hasta dónde llegaban porque el pozo
comenzó a oscurecerse más y más y después ya no se veía nada, nada, nada. El
último en bajar fue Kaboi pero antes me miró a la cara y me hizo un guiño de
compinche. Cuando me quedé solo pensé que no tenía que contarle a nadie lo que
había visto. Además, no tenía a quien contárselo. En la casa de la abuela no
tenía amigos, ni primos, ni nada. La abuela y el abuelo se enojarían mucho si
llegaban a saber que me había acercado hasta el tejido de don Bermúdez. A mami
no le importaba, porque lo único que le importaba era esperar el sábado de
mañana al tío Horacio que siempre aparecía con sus repugnantes alfajores y
después me tiraban en la cama de la abuela. Al tío Horacio, menos. A él lo único
que le interesaba era besarla a mi mamá como aquella vez que los sorprendí en
el living y me hice el sonso.
Al
otro sábado, a la siesta, los indiecitos carajá no aparecieron.
Fue
inútil. Estuve un rato largo, sentado cerca del pozo. Hasta armé otro comando
como la primera vez y hasta tiré algunas latas para ver qué pasaba. Pero nada.
Me fastidié mucho y esa noche hasta me dio ganas de llorar, pero no quise
llorar porque si no la abuela sale con que este chico está enfermo y todas esas
pavadas que dicen los grandes cuando uno está triste. Y no saben por qué uno
está triste y no les importa. Pero yo tenía la seguridad de que los iba a ver
de nuevo y esperé al otro sábado y tampoco aparecieron.
Y
cuando ya no me importaba mucho que salieran o no salieran porque lo que en
realidad cada vez me gustaba más era el patio de la casa de mi abuela, vi
aparecer como la primera vez las manos de Kaboi y a Kaboi. Pero solo. Vino solo
y al verme me levantó la mano en señal de paz y yo hice lo mismo. Me hizo un
guiño y yo también le hice un guiño. Entonces me animé y le pregunté por las
dudas, por si entendía mi lenguaje aunque yo sabía que hablaba de otra manera,
le pregunté por los demás indiecitos de su tribu.
Entonces él recogió el mismo
pedazo de madera de la otra vez y me dijo algo que le entendí clarito y que
nunca, nunca voy a olvidar y que me da mucha pena porque Kaboi es un amigo, el
mejor amigo que tengo y yo le creo todo lo que él dice y en una de esas nunca
más lo vuelvo a ver.
Tomando
la madera me dijo: “No vamos a volver. Solo vine a despedirme. Tu mundo es muy
feo. Aquí, todas las cosas se pudren como esta madera. El nuestro es mejor”.
Orlando Van Bredam
Nació
en Villa San Marcial, Provincia de Entre Ríos, pero desde muy joven se radicó
en El Colorado, Provincia de Formosa. Allí reside.
Incursionó
en la poesía, el ensayo, el teatro, la narrativa breve. Docente en la Universidad
Nacional de Formosa, ganó el Premio Emecé con su novela Teoría del desamparo.
Entre sus obras figuran: La hoguera inefable, Asombros y condenas,
Fabulaciones, La vida te cambia los planes.
Treinta horas de agonía en la nieve: Asencio, Abeijón
Treinta horas de agonía en la nieve: Asencio, Abeijón
El día
desapareció sin que en algún momento hubiera decrecido la intensidad de la
nevada, que ya tenía una altura de casi cincuenta centímetros y con la noche arreció
el tormento. Caminaba con pasos espaciados para reservar en lo posible fuerzas
en el caso de que parara la nevazón o llegara el nuevo día. Tal vez serían las
cinco de la mañana, cuando la nevazón comenzó a disminuir y poco después cesó
totalmente, apareciendo algunas estrellas. Ello lo animó a seguir su tremenda
lucha contra el frío, el hambre y el sueño que lo martirizaban, porque en cuanto
amaneciera podría orientarse con seguridad. No era fácil resistir hasta la
llegada del día, porque su resistencia ya estaba al límite. Conforme el cielo
aclaraba, iba en aumento el frío y comenzó a helar y a soplar una leve brisa
del Sur. Al fin comenzó a aclarar. La luz del día trajo un mayor sufrimiento por
el frío. Sus ropas comenzaron a endurecerse por la escarcha, pegándose a su
cuerpo.
Sus
botas, aunque de buena calidad, ya estaban quemadas por la nieve… En lontananza
alcanzó a ver dos jinetes arreando caballos… Seguramente andaban en su busca y
aunque sabía que a esta distancia no podrían verlo, agitó los brazos haciendo
señas con la boina, pero los jinetes se perdieron de vista pronto, en una
dirección que lo alejaba de ellos.
Su
andar se fue tornando casi maquinal y cuando llegaba a algún lugar donde la
altura de la nieve era mayor, caía al suelo y cada vez le era más difícil
incorporarse. Sólo su extraordinaria fuerza de voluntad lo mantenía en lucha.
El sol salió brillante y muy frío y su reflejo en la nieve comenzó a molestarle
la vista dolorosamente.
Conoció
el lugar donde se hallaba, notando que en su marchar extraviado se había
alejado más de siete leguas de su casa, y se dio cuenta de que, a no mucha
distancia, había un profundo cañadón en el que estaban establecidos con
ganadería dos argentinos. Con paso exhausto cambió de rumbo en esa dirección.
En un recorrido menor de trescientos metros se cayó tres veces, y en la última
apenas logró levantarse. De pronto, casi sin esperarlo, se halló en el filo de
la loma que formaba el cañadón y casi de inmediato, vio el puesto, de cuya
chimenea salía humo. En su alegría trató de apresurar la marcha cuesta abajo en
la pendiente y cuando quiso darse cuenta se había metido hasta la cintura en un
baldón de nieve formado al reparo de una gran mata de molle. Se desplomó de
nuevo y, pese al gran esfuerzo realizado, no pudo volver a incorporarse. Lo
invadió una inmensa amargura al pensar que tendría que morir con el auxilio a
la vista. Su garganta estaba enronquecida y desde el puesto nunca podrían oírlo
y menos verlo, porque la mata de molle lo impedía, aunque él, por entre los
intersticios de las ramas cargadas de nieve, veía perfectamente el puesto a
menos de dos kilómetros de distancia. Un pensamiento providencial lo animó. ¡Los
perros! Ellos podrían oírlo pese a la debilidad de su garganta y, con sus
ladridos, avisarían a sus dueños. Quiso silbar, pero sus ateridos labios se lo
impidieron.
Entonces
puso las manos en la boca a manera de bocina y empleando todas las fuerzas que le
daba su desesperación, lanzó un grito ronco, desarticulado, pero bastante
apagado. Un coro de ladridos le respondió desde el puesto y, a través del
ramaje del molle, vio tres perros casi juntos que ladraban en su dirección.
Casi de inmediato se abrió la puerta del rancho y dos hombres, uno de ellos con
el mate en la mano, salieron a mirar alternativamente hacia los perros y hacia
el lugar para donde estos ladraban.
Tuvo un
nuevo temor: si no se incorporaba, los hombres no podrían verlo por sobre la mata
de molle y a lo mejor creían que la actitud de los perros era motivada por el
paso de algún puma u otro animal y volverían a entrar en el puesto. Notaba que
se consultaban entre ellos, indecisos y atentos.
Jugó su
última carta: apoyándose en un mogote formado por un coirón helado hizo un
esfuerzo sobrehumano y se puso de pie sobresaliendo sobre el molle, agitando la
boina con la mano y emitiendo un lamentoso y ahogado pedido de auxilio, para
volver a caer de inmediato sobre la nieve. Pero a través de las ramas pudo
notar que lo habían visto, porque uno de los hombres arrojó el mate sobre la
nieve y a dificultosas zancadas comenzó a correr en su dirección, mientras el
otro descolgó unas riendas y corrió hacia un corral, de donde salió a caballo
galopando hacia el filo del faldeo, con la rapidez que se lo permitía la nieve.
Entonces,
como dando ya por terminada su tremenda lucha, aflojó toda la tensión de su cuerpo,
confiándose a los hombres que corrían presurosos en su ayuda. Los perros,
siempre ladrando, se adelantaron a sus dueños y no tardaron en llegar al
matorral observando al caído con gruñidos recelosos y encrespado el pelo del
cogote, pero casi de inmediato, como conociendo su trágica situación,
comenzaron a gemir y a agitar la cola en forma cariñosa, a la vez que dirigían
ahora sus ladridos en dirección a sus amos, como pidiéndoles que se
apresuraran. Diez minutos después, casi simultáneamente llegaron los dos hombres
que lo ayudaron a levantarse exclamando: “¡Don Carlos…!
¡Pero
qué le ha pasado, amigo…! ¡Cómo anda a pie!”. La emoción de auxilio solidario
ahoga al hombre que, con intensa emoción apenas alcanza a balbucear: “¡Aquí me
tiene, amigo, de nuevo en la mala!”.
A
caballo lo introdujeron a la casa, donde luego de despegarle las ropas
adheridas al cuerpo por el hielo, lo friccionaron con nieve y le dieron a beber
café caliente y ginebra. La entrada en calor aumentó en forma extraordinaria el
dolor de las quemaduras de la escarcha.
Cuatro
horas más tarde llegó una de las comisiones que lo buscaban.
Después
llegaron otras que, al terminar de caer la nieve, habían podido localizar sus
rastros y seguirlos. Ante la gravedad de las quemaduras, una de las comisiones
salió en busca de sus familiares y de una mujer con buenos conocimientos de
medicina y cirugía, doña María de Gastaldi, establecida con su marido en “Las
Vertientes”, a cinco leguas de distancia, cuidando ovejas a interés. Era
decidida, valerosa y hábil para el caballo, aun en las noches más malas.
Llegaron de vuelta al día siguiente, pero poco se pudo hacer a favor del herido
que, pese a las curas efectuadas, murió a los dos días de haber sido hallado.
La hormiga de Denevi, Marco
Un día las hormigas, pueblo progresista,
inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata.
Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en
procura de vegetales naturales.
Así se salvan del fuego, del veneno, de
las nubes insecticidas.
Como el número de las hormigas es una cifra
que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo
tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se
entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la
dirección de una sola Gran Hormiga.
Por las dudas, las salidas al exterior
son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han
franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo
con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos
corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y
descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón
palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un
jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa
amarilla.
Todos sus instintos despiertan
bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a
comer. Se da un atracón.
Después, relamiéndose, decide volver al
Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo
que ha visto, grita: “Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores...”.
Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen
que la hormiga ha enloquecido y la matan.
Ojos negros Vlady Kociancich
Es cierto que en los viajes se conoce
gente.
Pero no es menos cierto que esas
relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago. Todo viajero sabe
que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el
término del viaje. Cartas, llamados telefónicos y postales, solo demoran el
inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima
Clara.
Antes de cumplir treinta años se había
convertido en una profesional de ausencias.
–No tengo imaginación para otra cosa
–decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro.
Era explicable, sin embargo. Cuando
Clara recibió la herencia del tío Sebastián, solo conocía Mar del Plata.
–Quisiera ver algo de mundo –le explicó
a Tito, el novio, un muchacho de Quilmes que tenía terror a los aviones–. Y
después nos casamos.
Clara compró un lujoso tour a Oriente
–Thailandia, Malasia, India, cuarenta días– volvió, pasó un fin de semana con
Tito, le contó el viaje, hizo la valija y ese mismo lunes partió a Londres, punto
inicial de un recorrido por el norte de Europa.
A la altura en que la herencia empezaba
a menguar, también las regiones ignotas de la folletería turística. Mi prima,
que saltaba de un país a otro como en una rayuela planetaria, un día vio que solo
le faltaban dos cuadros para llegar al Cielo: Rusia y Perú.
–Elegí Rusia porque me quedaba más cerca
–me dijo con ese envidiable candor de los que aprenden geografía en los
aeropuertos: el vuelo salía de Berlín y Clara estaba en Frankfurt.
Insólitamente, porque no era mujer
cavilosa, cuando llamaban a embarcar tuvo un presentimiento.
–De algo triste. No de algo malo ni de
peligroso. ¿Qué puede pasarte en un tour cinco estrellas y organizado como un
curso escolar? Había una función del Bolshoi en Moscú, una visita a Kiev, un
balneario en el Mar Negro, comidas, bailes y sinfónica.
Pero mi prima se sentía igual que en el
cielo de Berlín: encapotada y gris. Subió al avión sin ganas. Por primera vez
en las etapas de su carrera de turista, pensó en Tito.
–Pensé en cómo le gustaba que le contara
cada viaje y eso me animó. Este iba a ser el último.
Pensando en Tito, Clara fue atravesando
las jornadas de su aventura rusa. Miraba y le contaba, mentalmente. La orquesta
de señoritas que en el hotel de Moscú tocó “Adiós muchachos”. Las tétricas
catacumbas de los monasterios de Kiev. La fábrica de partes de astronaves en
Volgogrado. El mar bien negro que hacía honor a su nombre. Hasta que una
mañana, exhausta y algo confundida, Clara se encontró caminando entre plantas
de té.
–Yo que nunca tomaba más que algún té en
saquito, me emocionó, de una manera rara, ese verde ondulante, el cielo azul. Y
sentí ganas de llorar. Estaba muy lejos de casa.
Estaba en Georgia, le explicó su guía.
Georgia. A Clara le daba igual el nombre. Quería volverse a Buenos Aires, ni
sabía por qué. No había motivo, solamente esa extraña congoja al ver la plantación,
como si la belleza del paisaje le desgarrara el alma.
Durmió una siesta para tranquilizarse.
Soñó con té.
–Una lluvia de té, oscura y suave, que
caía, caía. Yo era muy feliz debajo de la lluvia de té. Muy pero muy feliz.
Vieras qué lindo sueño.
A las ocho, el programa marcaba cena y
baile en Gardenia.
El guía les pidió “ropa formal”. Quería
decir ni bermudas ni zapatillas, pero Clara, argentina al fin, se vistió como
para una velada en el Colón.
Mi prima no era nada fea a esa edad, con
su brillante pelo rubio, sus ojos grandes, su delgadez graciosa y algo torpe,
como de chica que no terminaba de crecer. De largo, en blanco y seda, estaría
muy bonita.
–Estaba muerta de vergüenza –me dijo. El
Gardenia era una confitería, pero más bien de Club Social y Deportivo, con la
gente del barrio, familias, chicos, haciendo rueda a los bailarines, mirando y
aplaudiendo desde las mesas, y yo tan elegante, tan ridícula.
Al rato se olvidó, en la fiesta inocente
del Gardenia, en el salón iluminado a pleno, los parlantes tronando música
vieja, rock and roll de Bill Haley, lentos de Los Plateros, y muchachos que
esperaban respetuosos el turno de sacarla a bailar, como en un cumpleaños de
quince de la década del cincuenta.
Clara fue un éxito. Pero el guía, un
joven con cara de viejo, estaba incómodo. Rezongaba, que eso no era Moscú, que
eso era Georgia, un lugar atrasado, que ella no se hiciera una idea equivocada
de la diversión rusa. Y agriamente, con una mueca desdeñosa, seleccionaba de la
cola de postulantes que se iba formando en la mesa de Clara, a los mejor
vestidos o más serios. Uno nunca pasó el examen.
–Lo noté –dijo mi prima– a eso de
medianoche. Quieto como una estatua. Alto, de traje verde oscuro. Primero vi el
traje, de ese color tan raro, que le quedaba un poco chico. Después los ojos. Negros.
Me hacían acordar a la canción. Ochichornia. Ojos Negros. Yo venía de bailar,
descansaba un minuto y sentía los ojos. Eran como la música. Pegadizos y tristes.
Una vez se acercó a la mesa, habló con el guía. Se había peinado para atrás,
con mucha agua, pero un mechón le resbalaba sobre la cara, y de perfil era una
cara hermosa. Él hablaba en voz baja, suavemente, mi guía chillando. Pregunté
qué pasaba, si el señor quería bailar cuál era el problema. El guía sacudió la
cabeza, furibundo. Y Ojos Negros se retiró
a su sitio, el último en la cola. Clara protestó, aunque, la verdad, no
entendía. Le daba lástima, le parecía injusto. El guía se mantuvo inflexible.
Los turistas eran su prioridad y los georgianos –dijo enfáticamente– eran georgianos.
Mi prima no insistió más, ya que estaba de paso, ya que el baile seguía y había
comprometido otras piezas.
En algún momento, sintió que paraban la
música. Ella también paró. Su compañero, un chico de ojos muy celestes, la miró
asombrado, tropezando. Todos bailaban a su alrededor.
–No era la música. Era la ausencia –dijo
Clara–. Ojos Negros se fue, yo me di cuenta, no me preguntes cómo.
Los llevaron de vuelta al hotel, a mi
prima y al puñado de belgas y de canadienses del tour, de madrugada. En el
camino, Clara vio la tierra verde oscura de las plantaciones de té que salía a
la luz muy despacio, una inmensa alfombra de hojas que se iba despegando en el
cielo, y con la alfombra también un largo sentimiento de pena, como de irse
para siempre, antes de visitar la casa adonde conducía. Clara pensó que, en
realidad, estaba muerta de cansancio por tanto baile, en un lugar extraño, y
nada más.
–Cuando lo vi –dijo– no me asusté.
Aunque había un alboroto en el hotel y la conserje movía las manos como desesperada
llamando al guía, que corrió enojadísimo. Todos hablaban en ruso, me daban
órdenes en ruso. Ojos Negros era el único tranquilo, con su traje verde y sus
ojos mirándome, callado, tan triste y tan seguro de que yo lo entendía.
Mi prima me describió la escena.
El mostrador, en mitad del pasillo,
suerte de paso fronterizo a las habitaciones, con la gorda conserje de uniforme
azul que entregaba las llaves. Una guía de otro tour, junto a la gorda, las dos
mujeres lagrimeando. El guía de Clara frente a dos hombres, casi en puntas de
pie, autoritario, rojo de indignación. El hombre de los ojos negros con un
paquete chico en la mano. A su lado, un hombre mayor; de traje gris, que
hablaba a las mujeres y el guía en un tono conciliador, lleno de suspiros y
ademanes.
La gorda se tocó el pecho, cerró los
ojos como si le doliera, tomó una llave y se la entregó a Clara, mientras
murmuraba algo en ruso. Mi prima la rechazó. Entonces, el hombre mayor se
dirigió a ella, suplicante.
–Traduzca –dijo Clara, y de muy mal modo
el guía obedeció.
“Mi amigo aquí”, dijo el hombre mayor,
“le ofrece su corazón para que usted lo tome. Mi amigo dice que la ama como un hombre
de bien. Que él no encuentra las palabras justas, tan grande es este amor y por
eso me ha pedido que sea yo quien le hable. Debo decirle que mi amigo es
honrado, que es soltero, que es dueño de una casa y de buena tierra donde
cultiva el té. Si usted toma a mi amigo por esposo, será feliz porque la ama tanto.
Esto no me pidió que lo dijera”. Hubo un silencio. El guía dijo, entre dientes:
–Georgianos. Qué locura.
Clara pensaba en cómo responder sin
ofenderlo. Luego, despacio y eligiendo cada palabra, dijo que estaba conmovida,
pero que era imposible. Ella vivía muy lejos, tenía novio, iba a casarse ese
año.
–No podía mirarlo –me contó–. Fue muy
difícil.
Ojos Negros escuchó la traducción,
asintiendo, sereno; algo más pálido que antes. Después habló y el amigo
tradujo:
“Quiere entonces que acepte esta pequeña
ofrenda como recuerdo de su gran amor. Es el té de su casa”.
Cuando todos se fueron, la conserje le
preparó una taza en su propio samovar y se la llevó al cuarto. Era un té muy
oscuro, casi negro. Clara tomó unos sorbos delante de la mujer, que la miraba
con angustia y restregándose las manos.
–No me di cuenta –dijo Clara– de que yo
estaba llorando.
Mi prima Clara no volvió a viajar.
Cuando le preguntaban por qué, decía:
–Es mucha ausencia.
Tampoco se casó. Cuando le preguntaban
por qué, decía:
–El hombre que me quiso vive en Georgia
y Georgia está muy lejos.
La familia sostiene que viajar no
siempre es bueno para todo el mundo.
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