Cuentos del libro Miedos de invierno
de Pérez Díaz, Enrique.
Silencio
¿Te
ha ocurrido alguna vez que, de repente todo
a tu alrededor se queda en silencio?
Sí,
en un silencio ominoso y cómplice, un silencio lleno de oscuros significados y
que no atinas a interpretar o a comprender.
¿Acaso
un silencio que te envuelve quedo, vago, mudo, incierto, omnipresente,
caudaloso e infinito?
Puedes
estar en cualquier parte.
El
mundo es ruido.
La
calle es ruido.
La
ciudad es ruido.
La
vida es ruido.
La
gente es alboroto, pelea, gritos, puñetazos.
Y,
de pronto, tú sientes que todo eso te envuelve hasta agobiarte, dominarte,
hacerte una víctima sin poder de escape o decisión.
Entonces
clamas por un minuto de silencio.
Un
silencio amigo, benéfico, protector, acariciante; un silencio que te permita
descansar tu mente y tus oídos.
Pero
el silencio no llega. Nunca llega.
¿O
sí?
Todo
se detiene.
Sí,
se detuvo.
Se
ha detenido.
Desde
hace unos minutos. Pero, como ves al
mundo seguir su rutina de siempre, no te habías percatado.
Sin
embargo, ahí está el silencio.
La
gente se mueve sin hablar.
Los
pájaros no cantan sobre los cables del tendido eléctrico.
Las
radios, grabadoras, televisores parecen especies extintas en un planeta donde
antes dominaban.
Intentas
escuchar algo, pero ahí está él…Solo él, únicamente él. Nadie más que él.
Sí, el silencio.
Intentas buscar algún sonido, pero no
te es posible encontrarlo.
Lo rastreas inútilmente, pero ese ruido que ahora se te hace extraño nunca vuelve.
Lo rastreas inútilmente, pero ese ruido que ahora se te hace extraño nunca vuelve.
¿Por qué tanto silencio?
“Habla si tus palabras son más fuertes
que el silencio”, te repitieron una vez el proverbio francés: “Parle si tu as
des mots plus forts que le silence”.
Entonces, ciertamente, el silencio es
más fuerte.
Tanto o más que las palabras, que le
verbo mismo, que la acción.
¿Qué es el silencio? ¿Acaso un estado
de ánimo pasajero? ¿Una sensación? ¿Una actitud? ¿Una quimera? ¿Un encerrarse
adentro de uno mismo? ¿Un sueño? ¿Una cárcel? En fin, ¿qué eres, silencio?
Ahora no importa.
Demasiado silencio.
Quieres hurtarle un minuto, tan solo
una pizca, la millonésima fracción de un eco… Pero el silencio no te deja.
Está ahí, en todo.
Envolviéndote.
Como un cerco. Como un muro. Un confín.
Un abismo. Un mar.
Solo él. ¿Por qué?
Cuando intentes escuchar el último
latido de tu corazón y el silencio no te lo permita, justo entonces
comprenderás…
Luna
Despierto
soñando que la luna me mira interrogante, como si deseara penetrar todos mis
secretos, adueñarse del más recóndito rincón de mi subconsciente para horadar
los recuerdos y hacerme suyo.
Me
falta el aire. No hay asma. O calor. O malestar de estómago.
Es
simplemente una sensación palpable, evidente, de asfixia, que avanza y avanza y
avanza.
Estuve
soñando.
En
mi sueño iba por una calle. Es una calle que conozco, una vieja calle que tiene
forma de cuchillo y que hace muchos años atravesaba cada vez que me enviaban a
buscar algún medicamento a la farmacia.
La
calle siempre estaba -y también así
permanece en el sueño- muy oscura, solitaria, polvorienta, silenciosa, con un
aire sibilante que solía barrer papeles y hojas secas. Es igual que si fuera la calle abandonada de
un pueblo deshabitado, ¡aquellos pueblos fantasmas de las películas del Oeste!
Yo
voy por esa calle y se me antoja ser alguien oscuro, solitario, polvoriento,
silencioso, con un aire sibilante que adentro de mí siempre anda barriendo
afectos y recuerdos, igual que si mi persona fuera la calle abandonada de un
pueblo deshabitado, el pueblo del fin del mundo.
Entonces
aparece él.
Es
un hombre con cara de luna.
Su
rostro resplandece.
Intuyo
algo peligroso que me aterra.
Sí,
me asusto nada más verlo.
Quiero
gritar y no puedo.
Deseo
correr y no hay forma.
Anhelo
cerrar mis ojos, pero ellos, independientes como son, parecen hechizados por la
imagen de aquel hombre regordete, con rostro de luna llena, ojos de mirar desorbitado,
sonrisa delirante, andar cansino, pero decidido y manos blancas, yertas…
Ya
no soy viento ni hoja seca ni papeles ni nada que se le parezca… Me he
convertido en piedra. Pero no soy de piedra porque este miedo es de humanos.
También
él me ha visto.
No
quita sus ojos de mí.
Parece
tan fascinante como yo.
Su
cara de luna llena se me va acercando a medida que mis pies se tornan más
sujetos a la calle.
Sus
ojos extraviados siempre me encuentran, sin embargo.
Es
un hombre calvo, pálido, casi transparente. Con cara de luna llena.
Hay
un hombre con cara de luna y yo estoy en la calle, casi junto a él.
¿Qué
hacer? ¿Cómo escaparme?
Pero
bien sé que está ahí. Tan cerca, tan inexorable y peligrosamente cerca.
Ya
casi llega junto a mí cuando, en medio de la oscuridad de esta calle tan
solitaria y abandonada como pocas, veo el súbito resplandor del cuchillo.
Entonces,
el miedo es más fuerte que cualquier otra cosa y mis pies me obedecen al fin, se
despegan del suelo y corren veloces por la calle.
Me
siento tan feliz.
Estoy
tan cerca de la salvación.
Mis
pies parecen volar por la calle solitaria. Todo mi cuerpo es como un acorde, un
arpegio sublime que vibra con el viento a un tiempo de tocata y fuga, el tiempo
de mi redención definitiva de este mal sueño que me acosa.
Me
vuelvo por unos instantes y diviso consternado que ahí está el hombre con
rostro de luna llena.
Tan
cerca.
Agitado,
me despierto. ¿Por qué no me encuentro en mi dormitorio?
¿De
qué modo llegué a esta calle solitaria de mi niñez, inalcanzable y lejana en
ocasiones?
De
repente, lo he visto a él. Lo veo, siempre tan cerca de mí.
Echo
a correr.
Pero
él siempre está ahí.
No
lo veo correr ni tampoco agitado. No hay prisa alguna en sus movimientos o en
sus gestos. Solamente una férrea resolución de seguirme a donde quiera que yo
vaya.
Sigo
en mí carrera alocada, frenética, mi carrera eterna…
Pero
la calle no termina. Nunca terminará.
Y
el hombre con rostro de luna llena está ahí.
Ahí
estará cada vez que me vuelva.
He
entrado en una calle, oscura, solitaria, polvorienta, silenciosa, con un aire
sibilante que siempre anda barriendo papeles y hojas secas, igual que si fuera
la calle abandonada de un pueblo deshabitado, del pueblo más lejano y olvidado
del fin del mundo.
Y
al parecer este será mi destino: huir por siempre del hombre con rostro de luna
llena.
O
detenerme.
Y
morir.
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