TUVE QUE INTERPRETAR grandes personajes.
Dicen que grito demasiado y sobreactuó.
No comprenden: tengo que hacerme oír, tengo que simular
que hay alguien ahí arriba, bajo el telón, la capa y la corona,
Además, vivir es sobreactuar.
Calles perdidas:
HACE MÁS DE DIEZ AÑOS encontré en una calle oscura una librería de
viejo llamada “El centauro”. En una de las mesas del fondo descubrí un libro
que me entusiasmó. En la primera página estaba el nombre de su antiguo dueño, y
el sello de la librería, con el dibujo de un centauro. Como estaba apurado, lo
dejé para otra vez.
Sin embargo, nunca volví a encontrar esa librería.
La misma experiencia he
tenido otras veces, y he oído de otros que también la tuvieron. Vemos en medio
de una calle un restaurante, un negocio, un edificio, un árbol que nos llama la
atención, pero que dejamos pasar de largo; cuando volvemos a buscarlo, ya no
está. Uno cree que conoce la ciudad, y camina por sus calles en medio de una
creciente distracción, pensando que todo paseo puede ser repetido, toda vereda
nuevamente encontrada. Pero la ciudad, desafiante, nos esconde librerías,
estatuas, cafés, a veces plazas enteras.
Así, por descuido, vamos perdiendo pedazos enteros de ciudad, con las
que vamos formando, con los años, otra ciudad hecha sólo de ausencias, y de las
que somos los únicos testigos.
En cuanto a aquel libro, lo
encontré años después, en otra librería. Todavía conservaba el sello, algo
desteñido, con el dibujo del centauro. De todo naufragio, de toda Atlántida
hundida, siempre llega hasta la costa algún resto, dibujo o palabra.
La otra ciudad:
SUPONGAMOS
QUE un hombre
espera en un bar a una mujer. Es una historia conocida: la mujer se demora.
Para no aburrirse, el hombre mira una guía de la ciudad, mientras piensa en los
lugares donde nunca estuvo. Se da cuenta entonces de que dos ciudades posibles
lo acechan. En una, la mujer, nerviosa, atraviesa calles atestadas, sufre en un
taxi atascado, o corre por los pasillos del subte, sin atreverse a mirar los
relojes que cuelgan de lo alto. En la otra ciudad, la mujer, encerrada en su
departamento, ensaya una excusa cuya verosimilitud no le importa, porque la
excusa es una aproximación a la mentira que hace la verdad.
Como un viajero perdido, el
hombre trata de reconocer en cuál de las dos ciudades está. Mira su reloj, que
no funciona. Alguna vez estuvo por tirarlo, pero terminó convertido en amuleto.
En el cuadrante del reloj muerto la oscuridad avanza: aunque no funciones,
igual marca el paso del tiempo. Comprende que habita la segunda ciudad, el
escenario de la mujer imposible. ¿Cómo se dejó engañar? ¿Acaso no vio las
grietas en los edificios, las caras gastadas por la indiferencia y el
cansancio?
El pocillo, el vaso de agua y la jarra de metal le parecen objetos
horribles que están allí para atormentarlo. En el momento en que decide irse,
entra la mujer. Dice Hola, lo besa, se sienta y le sonríe; le pregunta por qué
la mira con esa cara del que está perdido en una ciudad extranjera. Él Improvisa una excusa –que es la aproximación a la verdad que hace la
mentira- mientras oye un estruendo lejano: el derrumbe de la ciudad aborrecida.
A MENUDO
NUESTROS historiadores, entregados a la tarea de reconstruir vidas pasadas,
son invadidos por la angustia de sentir que toda esa gente –que termina pro
resultarle tan familiar- ha muerto, y que todos somos, de hecho, ruinas y
cenizas para el futuro. Se lo llama el Síndrome de Pompeya. Los historiadores
que sufren este mal ven al presente como si ya hubiera pasado: máscaras de
lava, fósiles, inscripciones en una lengua muerta. Todo pasó, todo dejó de ser
real.
Todo lo ven amenazado por el Volcán.
UN ÚLTIMO
INVENTO:
A PESAR DE
LOS CIENTOS de cosas que había inventado, Thomas Alva Edison comenzó a sentir, al
final de su vida, que había dejado algo sin hacer.
Sus inventos habían cambiado la fisonomía del mundo y la vida de
millones de personas, pero Edison lamentaba que todas sus creaciones exigieron
cables, cristales, bobinas, gases encerrados en vidrios, válvulas… Quería
construir un invento más simple, que bastara con un dibujo o con pronunciar
unas palabras en voz baja; un invento sin dispositivos, sin conexiones, sin
electricidad, sin utilidad alguna; una idea que se bastara a sí misma, libre
por fin de esos complicados aparatos que habían agobiado su vida….
El árbol:
Nuestros antepasados plantaron el árbol a la entrada del pueblo. Siempre estuvo afuera de la aldea y en el centro a la vez. No llamaba la atención por su pobre follaje ni por su tronco retorcido, sino por sus frutos. Nunca se sabía cuándo iba a ocurrir, si en primavera o en invierno, dentro de quince días o dos años.
Nuestros antepasados plantaron el árbol a la entrada del pueblo. Siempre estuvo afuera de la aldea y en el centro a la vez. No llamaba la atención por su pobre follaje ni por su tronco retorcido, sino por sus frutos. Nunca se sabía cuándo iba a ocurrir, si en primavera o en invierno, dentro de quince días o dos años.
Yo mismo he visto una
manzana, y al año siguiente un racimo de uvas, y luego una naranja casi
amarilla. También aparecieron frutos que no sabíamos cómo llamar, y que tal vez
en otras regiones fueran habituales. Algunos estaban cubiertos de espinas,
otros eran grises y de olor nauseabundo. Nadie se atrevió a probarlos.
Pero llegó el día en que
el árbol agotó las formas y los colores. Este esfuerzo retorció aún más sus
ramas y le dio a su tronco un aspecto de fósil. El último invierno, antes de
quebrarse en la tormenta, antes de que nosotros hiciéramos una hoguera con sus
ramas, para que no quedara ni una sola huella del árbol, dio su último fruto:
un ahorcado.
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