Gilbert K. Chesterton
Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente
de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas
veces.
Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como
la de un estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la
vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo
al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe
evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como
existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por
qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos
enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse.
Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida.
Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que
no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y
encanto personal.
Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que
resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad.
Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más
constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso
aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que
esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta
responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado
al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que
habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación
criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un
pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta
mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas
inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la
misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia
los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos
andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos
para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La
falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del
matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica
como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la
llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil
conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la
manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían
investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su
descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de
inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello,
no.
Primero
Lo primero y principal es que el
objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier
otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el
momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no
simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la
oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se
entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos
porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su
trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan
confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un
secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser
anticlimático.
No
puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja.
Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en
el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística,
por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos
ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con
desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que
ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la
oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de
Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado
en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para
expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado".
Segundo
El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no
es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe
ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta
ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia
explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse
con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas
o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que
dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más
la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.
Tercero
En tercer lugar, de lo anterior deducimos
que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al
lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que
tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de
permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado,
"Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como
Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el
secreto de uno de estos famosos cuentos.
A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de
carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el
ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se
concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino
del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la
verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al
cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer
plano, pero siempre haciendo otra cosa.
Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza.
Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el
caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un
arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la
primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser
una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo
conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica
sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo
digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra.
Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es
encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que
justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de
cometer el crimen.
Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la
historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero
o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de
vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al
punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente
de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque
nadie lo hace.
El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector
no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de
delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda
intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector
no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará,
como a veces hace en una obra seria o realista: "¿Por qué el agrimensor de
gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico?" Sin
sentirlo ni dudarlo, se preguntará: "¿Por qué el autor hizo que el
agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un
agrimensor?". El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un
agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario
justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo
envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor.Más allá de las
faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra
justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de
carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su
auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un
agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores.
¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en
concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Cuarto
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no
lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que
se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes,
los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas
llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación.
Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma
artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo
a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y
por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su
amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes
son muy inteligentes y algo desconfiados.
E insisto en que una de las principales
reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el
asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un
simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por
motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los
motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que
tiene el autor para que la visita ocurra.
El cuento de misterio ideal es aquel en
que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por
impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está
presente no por la razón obvia y suficiente sino por la segunda y secreta. Añadiré
que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados,
hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o
más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para
taparle los ojos al lector.
Quinto
Por último, el principio de que los
cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una
idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles.
Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde
fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo
empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que
el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier
caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir,
no puede ser simplemente una alucinación.
Por Gilbert K. ChestertonGilbert K. Chesterton (Inglaterra, 1874-1936)
escribió ensayos teológicos y literarios, polémicas y libros de poesía. Su paso
a la posteridad, sin embargo, se debe a la incursión en el género policial, y,
más precisamente, a la creación de un personaje: el particular detective Padre
Brown. El hombre que fue jueves es su título más célebre.
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