La única razón por la que seguía en el negocio inmobiliario era porque podía dormir en los departamentos que estaban en venta. Mi amigo me pasaba las llaves y yo iba de una punta a otra de la ciudad; en un plano de la guía Peuser marcaba los lugares en los que había dormido con un círculo rojo. Cada noche miraba atentamente el mapa, tratando de adivinar en qué punto de la ciudad aparecería la próxima vez.
Todas
mis pertenencias en el mundo se habían reducido a un bolso negro, de lona,
donde guardaba una frazada, algo de ropa, un par de libros, un mate, una pava, y algunas cosas
más. En los departamentos podía bañarme y lavar la ropa. No tenía casi nada,
pero tampoco necesitaba más.
Antes
había compartido con un amigo un departamento, hasta que ninguno de los dos
pudo pagar el alquiler; y en ese momento me pasó algo que hizo que dejara de
ver a todo el mundo.
Aquellos
departamentos vacíos se convirtieron en el lugar perfecto para mí: era como
estar en el espacio exterior, pero sin salir de la tierra.
No
podía acumular nada; entonces empecé a deshacerme de los libros que leía. Leía
mucho; en mi vida solitaria era lo único que podía hacer. Consideraba a ese
período como un retiro espiritual: no veía amigos, no veía a nadie de mi
familia, no tenía novia. Un peregrinar por el desierto, o un retiro a lo alto
de una montaña no hubieran sido ejercicios más solitarios que estar allí, en el
corazón de la ciudad. Compraba los libros en alguna feria de usados o en las
librerías de viejo, los leía en un par de días y, cuando no podía venderlos,
los dejaba en las mesas de los bares, o en los bancos de las plazas, o en las
escalinatas de piedra de las iglesias o los monumentos, siempre en sitios
visibles. Como tenía en cuenta a los futuros lectores de mis libros
abandonados, tomé la costumbre de escribir en un papel mi juicio sobre el
libro, además de un pequeño resumen, que dejaba entre las páginas. Cuando
anotaba mis opiniones, trataba de ser tan sincero como fuera posible, pero con
entusiasmo, si es que algo del libro me había gustado, para que quien lo
recogiera se sintiera tentado a leerlo.
Envidiaba
a los futuros lectores de mis libros abandonados, ya que me consideraba un
excelente escritor de reseñas y hasta sospechaba que mi verdadera vocación era
llegar un día a redactar contratapas. Me encantaba leer las cubiertas de los
libros, donde el argumento resumido aparecía excitante y lleno de enigmas; la
mayoría de los libros eran basura, pero en las contratapas lucían cosas únicas,
inolvidables. Con el tiempo, de tanto leer contratapas (pasaba horas en el
fondo de las librerías) distinguía los estilos de los anónimos autores, y
me daba cuenta si el libro les había
gustado realmente o si lo llenaban de elogios sólo porque les pagaban para eso. Era como descifrar mensajes
secretos, y yo leía con claridad, bajo la desenfrenada defensa de alguna novela
de moda: “no abras este libro, no lo
leas, yo tampoco lo leí”.
Dejaba
los libros donde pudiera vigilarlos bien
para ver quién era el que se los llevaba. La gente miraba para todos
lados antes de tomar el libro y después lo guardaba con apuro, como si fuera un
acto clandestino. En algunos casos el libro permanecía allí horas, sin que
nadie se fijara en él. Yo me alejaba,
daba una vuelta, volvía y no me quedaba tranquilo hasta que el libro ya no
estaba. Siempre terminaban por desaparecer.
Leía muchas novelas policiales de colecciones
viejas o libros de terror en ediciones baratas. No importaba que la trama
transcurriera en las islas malayas, en los peores barrios de Nueva York o en
Venus: todo lo que leía lo conectaba conmigo, con las cosas que me pasaban. Era
como si todos los escritores quisieran enviarme mensajes, enseñanzas, bromas,
advertencias que sólo a mí, entre miles de lectores invisibles, estaban
destinadas. Algunos escritores parecían conocerlos más que yo mismo; ponían en
sus novelas cosas que yo ya había olvidado, o secretos que no le había contado
a nadie.
Pero
ahí estaban los libros, espiándome, con sus ojos de rayos x. Las que más me
gustaban eran las historias de perdedores, que seguían luchando hasta el final.
Tenían todo en contra y no les importaban.
Mis
horarios no eran muy regulares, ni tampoco mis comidas. Con lo que ganaba en
las guardias inmobiliarias apenas me alcanzaba para comer en los bares o llevar
pizzas o empanadas al departamento, con una lata de coca cola o de cerveza. A
veces me encontraba con lugares que tenían desconectada la luz, y como no podía
bajar al sótano a cambiar los tapones, me tenía que quedar en la oscuridad.
Llevaba siempre velas y fósforos en el bolso.
Trataba
de quedarme en la calle hasta tan tarde como podía, para llegar y dormirme de
inmediato, porque leer a la luz de las velas me cansaba los ojos. Al principio
le tenía miedo a esa oscuridad, miedo a no tener nada quo hacer, a mis propios
pensamientos sonando en el vacío, miedo al aburrimiento total. No tenía nada,
pero cuando no había luz, era menos que
nada.
Entonces
aprendí de a poco a fijar mi atención en algo hasta descubrir sus menores
detalles.
Primero
no hay nada pero uno se concentra y empieza a ver. Podía pasarme horas mirando
la llama de la vela, las oscilaciones del fuego, las sombras contra la pared,
el lento derrumbe de la cera derretida. Afinaba mi percepción hasta que los
objetos dejaban de tener secretos para mí. Del mismo modo, me tendía en la
oscuridad, ya no atormentado por el aburrimiento ni el insomnio, sino
arrastrado por los recuerdos o las cosas que me imaginaba. Cada lugar, cada
objeto, inclusive yo mismo, que ser un territorio para explorar.
Vendí
un solo departamento, pero no fue gracias a mi habilidad sino a un error de
tasación.
Gasté la plata en libros y ropa: pantalones
nuevos, camisa nueva, medias, calzoncillos, zapatillas, y tiré lo anterior. No
acumulaba, reemplazaba. Por cada cosa
que entraba a mi mundo, algo salía. Había que viajar con poco equipaje.
A veces
investigaba en los departamentos que me habían tocado, buscando pistas de
quienes habían vivido allí. Revisaba en
los cajones, cuando había muebles, y encontraba papeles, alguna fotografía,
estampitas, siempre las cosas más inútiles, lo que la gente quería borrar de
sus vidas de un modo tan definitivo que ni siquiera se había decidido a
tirarlas, porque eso hubiera significado tocarlas. Cartas de amor de quienes
habían llegado a odiarse o a olvidarse, viejos manuales de colegio, diarios
íntimos de adolescentes. Eran cosas que me entristecían, pero no podía dejar de
investigar. Pensaba que el estudio de aquellos restos me permitiría sacar
alguna conclusión sobre cómo funcionaban las cosas detrás de las paredes, las
leyes que regían las vidas ajenas. Yo no tenía televisión, así que tenía que
reemplazarla con lo que pudiera. Era como un arqueólogo estudiando los restos
de una civilización extinguida.
A mi amigo lo despidieron de la inmobiliaria
de un día para otro. Yo había ido a devolverle las llaves y ya no estaba; una
empleada me dio, indiferente, la noticia, sin mirarme. Para mí era una
catástrofe, porque el gran hotel cerraba sus puertas. Llamé a mi amigo a su
casa y me dijo que iba a tomarse unas vacaciones antes de buscar trabajo.
Prometí volver a llamarlo, sin embargo, nunca lo volvía ver.
Ya era casi de noche, hacía frío y no tenía
donde dormir. Me despedí mentalmente de esa casa gigantesca y dispersa, llena
de cuartos por toda la ciudad, que me había alojado; eran distintos lugares
pero eran también –y así lo recuerdo- un solo y único lugar, como si mi casa
hubiera sido la ciudad misma.
Pablo de Santis (De las Plantas carnívoras.
Editorial Alfaguara, 1995).
El pañuelo:
Lo
que pasa en la pantalla es terrible. Decir tristísimo es poco.
El cine es un mar de sollozos ahogados.
Cuando siente que los ojos se le
llenan de lágrimas, Márilin abre la cartera.
Primero extrae un manojo de llaves que apoya
sobre su falda. Todas amarradas a un huevo dorado con piedras incrustadas en
los polos: el llavero.
Enseguida
saca un peine, un cepillo, uno de dientes y un espejito de mano. Después del
espejo, sus dedos se estrellan contra un frasco de perfume metido en una bolsa
de nailon de esas que usan en los supermercados para pesar verduras.
O las frutas.
Sin quitar un segundo los ojos de la pantalla,
Márilin extrae de la cartera un par de anteojos de sol, el estuche, un rouge,
una caja de chiclets Adams, una
billetera, el portadocumentos que le regalaron, el rollito de papel higiénico
que siempre guarda por si le vienen ganas de ir al baño en un bar. Cospeles y
un sacapuntas.
Cuando su falda queda completamente ocupada aprovecha la butaca de la
izquierda que está libre y acomoda la linterna, el encendedor, la agenda, las
biromes y el pastillero que aparece en un recodo y días antes ella diera por
perdido.
Entre
tanto, lo que pasa en la pantalla sigue siendo muy triste.
Márilin
siente que la cartera se moja con el agua de los ojos y acaso de su nariz. En
una búsqueda a esta altura descorazonada saca una cajita con cuatro cartuchos
de tinta lavable, una hebilla con moño, el costurero de bolsillo que le han
vendido en el tren. Veinticuatro papeles sueltos con direcciones y teléfonos,
tarjetas navideñas de UNICEF, la plantilla de un zapato que le queda grande, el
carnet de pileta, la receta del pedicuro, el monedero con el cierre roto, la
agujereadora que equivocadamente se ha llevado de la oficina, las entradas de
un concierto al que ya fue, un enchufe de tres patas, caramelos para la tos y
dos autitos de carrera del sobrino de una amiga.
Cuando
Márilin encuentra su pañuelo, la película ya ha terminado hace quince minutos.
Silvia Schujer (De Videoclips,
Editorial Sudamérica, 1997).
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