El día que no existan más ratones:
El citadino se burla del provinciano
que desconfía del recién llegado que sospecha del afroamericano que recela del
blanco que desprecia al francés que rechaza al polaco que duda del inglés que
segrega al brasileño que se ríe del gallego que hace bromas sobre le argentino
que margina al boliviano que rechaza al gringo que ofende al indio que huye del
católico que humilla al judío que se aparta del palestino que mata al Israelí
que pelea con el árabe que desprecia a la mujer que maltrata a los chicos que
pisan al sapo que come insectos que pican al hombre flaco que discrimina al
gordo que se ríe del travestido que rechaza al policía que abusa del ladrón que
roba al adolescente que señala al homosexual que critica al cura que rechaza al
político que se aprovecha del débil que maldice al fuerte que atropella al
distraído que vitupera al viejo que engaña al joven que contradice al adulto
que se queja de su jefe que odia al gerente que acosa a su secretaria que
envidia al cadete que huye del director que está harto del cliente que exige
del vendedor que engaña al comprador que insulta al fabricante que se queja del
funcionario que desdeña al periodista que hostiga al camarógrafo que prepotea
al entrevistado que insulta al intelectual que señala al ignorante que ofende
al estudioso que reprocha al médico que subestima al enfermo que sufre al
burócrata que patea al gato que se come al ratón que muerde un tobillo y
contagia la rabia.
El día que no existan más ratones se acabará
la rabia y el mundo será un lugar maravilloso.
Margules, Paula del libro Cuentos para seguir creciendo. Eudeba y
FMG.
Las chicas electrónicas de Shúa Ana
María Historias verdaderas (2004).
_¿Te acordás, hermana?
Nos íbamos a bailar a las dos, tres de la mañana, de golpe los jóvenes
copábamos la calle, como si todos al mismo tiempo saliéramos de nuestras
madrigueras. Nos juntábamos en los kioscos, en los bares, en las esquinas…
_Me acuerdo. Usabas brillantina en la cara y
en el escote. Y esas zapatillas de plataforma que te gustaban tanto pero te
hacían torcer el tobillo.
_Una vez me hice un esguince y de algún
modo me arreglé para seguir bailando. Lo que es ser joven. Al día siguiente me
tuvieron que enyesar. Y vos tenías el aro en el ombligo.
_Estaba muy orgullosa de mi aro: me había
costado varias infecciones y todavía lo tenía allí. Vos te ponías gel en el
pelo. Y usabas tops con una sola manga para lucir el tatuaje en el hombre. ¿Lo
tenés todavía?
_No, me lo saqué con láser hace unos años.
Los rollingas sacaban a relucir sus zapatillas blancas, el flequillo y los
pañuelitos al cuello.
_No les gustaba que les dijeran rollingas.
Ellos a sí mismos se llamaban stones.
_Tenías ese amigo alternativo, ¿te acordás?
Que se pasaba la mitad de la vida levantándose los pantalones. Y usaba la
cadena colgando atrás para sostener la billetera. Pero sin billetera, porque ya
se la habían robado una vez con cadena y todo.
_¡Cómo se asustó mamá cuando me hice esa
lastimadura con las uñas!
_Ah, claro, con la onda de la escarificación.
Nuestros padres no apreciaban mucho las
cicatrices.
_Enseguida corrieron a consultar a su
terapeuta, como hacían siempre. Por suerte la mina estaba en el mundo real y
les dijo que se quedaran tranquis, que era nomás una moda.
_Vos usabas el pelo violeta, te lo habías
decolorado para que te tomara bien y estaba todo arruinado, como paja. Me
acuerdo que la abuela te pagó la peluquería como regalo de cumpleaños y cuando
vio la obra terminada se quería cortar las venas con una vainilla.
_Siempre te envidié el mameluco anaranjado
brillante. Yo no tenía una ropa tan electrónica. Todos te miraban. Nuestro gran
sueño era participar alguna vez en la súper rave internacional, el Love Parade
de Berlín.
_Mamá se sorprendía de ver a nuestros
amigos varones con los ojos pintados. Y cuando le contábamos que bailaban entre
ellos…
_Pretendía que le explicáramos las
diferencias entre el house y el trance o entre el drum-and-bass y el jungle.
¡Si lo último que había escuchado ella eran los Beatles!...
En el año 2030, así recordarán mis hijas
esas madrugadas electrónicas de Buenos Aires. Y mientras charlan, escucharán
música, pero no precisamente tecno: escucharán tango, algún viejo clásico como
Adiós Nonino. Que no es música de pibes.
Porque para disfrutar
del tango hay que haber tenido y haber perdido, hay que ser capitán de la
nostalgia, enamorado del recuerdo.
Inmolación por la belleza:
El erizo era feo y los sabía. Por eso
vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie,
siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un
carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir
a altas horas de la noche, y si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus
púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró esa esfera
híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle
humo(como aconsejan los libros de zoología)tomó una sarta de perlas, un racimo
de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres
lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de
terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue
enhebrando en cada una de las agujas del erizo hasta transformar a aquella
criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos
acudieron a contemplarlo. Según quien lo mirase, semejaba la corona de un
emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc, o si las
luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada, o si lo miraba
algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las
exclamaciones, los aplausos y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a
moverse por temor a que se le desprendiese aquel ropaje miliunanochesco. Así
permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos había o
de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.
Denevi, Marco, falsificaciones, Buenos Aires, Corregidor, 2007.
La salvación:
Esta
es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el
tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los
extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó
su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en
explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista
advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora.
Comprendió la causa. “¿Cómo un ser tan ínfimo –sin duda estaba pensando el
tirano_es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?
Entonces un pájaro, que bebía en la
fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo
salvaría. Por humildes que sean _dijo
indicando el pájaro _hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.
Bioy Casares, Adolfo, “La salvación”, Guirnalda con amores. 2010-
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