El hombre miró la hora: tenía por
delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el
café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzó su
cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos el
pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua
corrió. Cuando se dio vuelta para salir, detrás de la puerta, de canto contra
la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras,
anormalmente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni título, tampoco
el nombre del autor o el de la editorial. Intrigado, bajo la tapa del inodoro,
se sentó y pasó distraído las primeras páginas. Miró el reloj. Faltaba para la
salida del tren.
Se acomodó y leyó partes al azar con
atención. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página vio
nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el
correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre o
madre. Unos tres capítulos más adelante apareció completo, sin error posible,
el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta
repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde,
marcada por inscripciones de todo tipo. Pasaron unos segundos en los que
percibió el ajetreo lejano a la estación y la máquina Express del bar. Cuando
logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrirlo. Recorrió las
páginas sin ver las palabras.
Finalmente sus ojos cayeron sobre unas
líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su cara en el espejo
manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos por el pelo. Se
levantó de un salto. Con el dedo entre las páginas fue a mirarse asombrado al
espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando. Volvió
a abrirlo. Se levanta de un salto. Con el dedo entre las páginas va a mirarse
asombrado…El libro cayó dentro del lavatorio transformado en objeto candente.
Lo miró horrorizado. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible
que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y
salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de
sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el
bolsillo deformado por el peso del libro y rechazó, con espanto, la tentación
cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo;
faltaban tres minutos para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula
como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban
destinadas o el libro poseía una facultad mimética y se refería a cada persona
que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón
inexplicable, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo.
Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró al baño. El libro era un
objeto maligno en su mano; luchó con el impulso casi irrefrenable de abrirlo y
lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió
por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban la
estación atrás y salían al aire abierto; cuando el conductor elegía una de las
vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.
Iparraguirre, Sylvia. De Narrativa Breve,
Editorial Alfaguara, 2005.
Pacha Mama Comunidad. En Palabras
escritas para vos.
Sherlock Holmes, sus límites.
1. Conocimientos
de literatura nulos.
2. Conocimientos
de filosofía: nulos.
3. Conocimientos
de astronomía: nulos.
4. Conocimientos de
política: escasos.
5. Conocimientos
de botánica: desparejos.
Bien informado sobre sobre belladona,
opio y venenos en general. No sabe nada de jardinería práctica.
6. Conocimientos
de geología: prácticos, pero limitados. Distingue a simple vista los diferentes
suelos. Después de un paseo me ha mostrado las manchas de sus pantalones y me
ha dicho, por su color y consistencia, en qué parte de Londres se las había
hecho.
7. Conocimientos
de química: profundos.
8. Conocimientos
de anatomía: precisos, pero no sistemáticos.
9. Conocimientos
de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de
cada uno de los horrores perpetrados en este siglo.
10.Toca bien
el violín.
11.Es experto
en esgrima con palo y espada, y excelente boxeador.
12. Tiene
buenos conocimientos prácticos de Derecho Inglés.
Cuando llegué a esta instancia de mi
lista, la arrojé al fuego, desanimado. “Si pretendo averiguar cuáles son los
intereses de este hombre conciliando todos estos logros y descubriendo una
vocación que los exija a todos”, me dije, “bien puedo abandonar el intento ya
mismo”.
Me he referido antes a sus como
violinista. Eran admirables, pero no tan excéntricas como todos sus otros
logros. Que podía tocar piezas, y de las difíciles, bien lo sabía yo, porque
cuando se lo pedí ejecutó algunos de los lieder de Mendellssohn y otras de mis
piezas favoritas.
Cuando quedaba librado a su iniciativa, pocas
veces ejecutaba música o alguna melodía reconocible. Reclinado en su sillón la
velada entera, cerraba los ojos y tocaba descuidadamente el violín, apoyado
sobre sus rodillas. A veces, las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. De
vez en cuando, sonaban fantasiosas y alegres. Con toda claridad reflejaban los
pensamientos que se apoderaban de él. Pero si la música ayudaba a esos
pensamientos o si la ejecución era simplemente el resultado de un capricho o
fantasía, era más de lo que yo podía determinar.
Me habría rebelado ante estos
exasperantes solos, si no fuera porque, por lo general, terminaba tocando en
rápida sucesión, una serie de mis melodías favoritas, como relativa
compensación por haber puesto a prueba mi paciencia.
Autor:
Conan Doyle Arthur. Fragmento de Estudio en Escarlata (novela), traducción de
Cristina Piña. Editorial Cántaro, 2001.En cuentos para seguir creciendo.
Gracias fue de gran utilidad para el colegio.
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