jueves, 17 de abril de 2014

Presentamos algunos cuentos: intriga, terror, miedos nacidos de sueños, de ideas o de algo escuchado….

Cuentos del libro Miedos de invierno de Pérez Díaz, Enrique.
Silencio
¿Te ha ocurrido alguna vez que, de  repente todo a tu alrededor se queda en silencio?
Sí, en un silencio ominoso y cómplice, un silencio lleno de oscuros significados y que no atinas a interpretar o a comprender.
¿Acaso un silencio que te envuelve quedo, vago, mudo, incierto, omnipresente, caudaloso e infinito?
Puedes estar en cualquier parte.
El mundo es ruido.
La calle es ruido.
La ciudad es ruido.
La vida es ruido.
La gente es alboroto, pelea, gritos, puñetazos.
Y, de pronto, tú sientes que todo eso te envuelve hasta agobiarte, dominarte, hacerte una víctima sin poder de escape o decisión.
Entonces clamas por un minuto de silencio.
Un silencio amigo, benéfico, protector, acariciante; un silencio que te permita descansar tu mente y tus oídos.
Pero el silencio no llega. Nunca llega.
¿O sí?
Todo se detiene.
Sí, se detuvo.
Se ha detenido.
Desde  hace unos minutos. Pero, como ves al mundo seguir su rutina de siempre, no te habías percatado.
Sin embargo, ahí está el silencio.
La gente se mueve sin hablar.
Los pájaros no cantan sobre los cables del tendido eléctrico.
Las radios, grabadoras, televisores parecen especies extintas en un planeta donde antes dominaban.
Intentas escuchar algo, pero ahí está él…Solo él, únicamente él. Nadie más que él.
Sí, el silencio.
Intentas buscar algún sonido, pero no te es posible encontrarlo.
Lo rastreas inútilmente, pero ese ruido que ahora se te hace extraño nunca vuelve.
¿Por qué tanto silencio? 
“Habla si tus palabras son más fuertes que el silencio”, te repitieron una vez el proverbio francés: “Parle si tu as des mots plus forts que le silence”.
Entonces, ciertamente, el silencio es más fuerte.
Tanto o más que las palabras, que le verbo mismo, que la acción.
¿Qué es el silencio? ¿Acaso un estado de ánimo pasajero? ¿Una sensación? ¿Una actitud? ¿Una quimera? ¿Un encerrarse adentro de uno mismo? ¿Un sueño? ¿Una cárcel? En fin, ¿qué eres, silencio?
Ahora no importa.
Demasiado silencio.
Quieres hurtarle un minuto, tan solo una pizca, la millonésima fracción de un eco… Pero el silencio no te deja.
Está ahí, en todo.
Envolviéndote.
Como un cerco. Como un muro. Un confín. Un abismo. Un mar.
Solo él. ¿Por qué?
Cuando intentes escuchar el último latido de tu corazón y el silencio no te lo permita, justo entonces comprenderás…    
Luna 
Despierto soñando que la luna me mira interrogante, como si deseara penetrar todos mis secretos, adueñarse del más recóndito rincón de mi subconsciente para horadar los recuerdos y hacerme suyo.
Me falta el aire. No hay asma. O calor. O malestar de estómago.
Es simplemente una sensación palpable, evidente, de asfixia, que avanza y avanza y avanza.
Estuve soñando.
En mi sueño iba por una calle. Es una calle que conozco, una vieja calle que tiene forma de cuchillo y que hace muchos años atravesaba cada vez que me enviaban a buscar algún medicamento a la farmacia. 
La calle siempre estaba  -y también así permanece en el sueño- muy oscura, solitaria, polvorienta, silenciosa, con un aire sibilante que solía barrer papeles y hojas secas.  Es igual que si fuera la calle abandonada de un pueblo deshabitado, ¡aquellos pueblos fantasmas de las películas del Oeste!
Yo voy por esa calle y se me antoja ser alguien oscuro, solitario, polvoriento, silencioso, con un aire sibilante que adentro de mí siempre anda barriendo afectos y recuerdos, igual que si mi persona fuera la calle abandonada de un pueblo deshabitado, el pueblo del fin del mundo.
Entonces aparece él.
Es un hombre con cara de luna.
Su rostro resplandece.
Intuyo algo peligroso que me aterra.
Sí, me asusto nada más verlo.
Quiero gritar y no puedo.
Deseo correr y no hay forma.
Anhelo cerrar mis ojos, pero ellos, independientes como son, parecen hechizados por la imagen de aquel hombre regordete, con rostro de luna llena, ojos de mirar desorbitado, sonrisa delirante, andar cansino, pero decidido y manos blancas, yertas…
Ya no soy viento ni hoja seca ni papeles ni nada que se le parezca… Me he convertido en piedra. Pero no soy de piedra porque este miedo es de humanos.
También él me ha visto.
No quita sus ojos de mí.
Parece tan fascinante como yo.
Su cara de luna llena se me va acercando a medida que mis pies se tornan más sujetos a la calle.
Sus ojos extraviados siempre me encuentran, sin embargo.
Es un hombre calvo, pálido, casi transparente. Con cara de luna llena.
Hay un hombre con cara de luna y yo estoy en la calle, casi junto a él.
¿Qué hacer? ¿Cómo escaparme?
Pero bien sé que está ahí. Tan cerca, tan inexorable y peligrosamente cerca.
Ya casi llega junto a mí cuando, en medio de la oscuridad de esta calle tan solitaria y abandonada como pocas, veo el súbito resplandor del cuchillo.
Entonces, el miedo es más fuerte que cualquier otra cosa y mis pies me obedecen al fin, se despegan del suelo y corren veloces por la calle.
Me siento tan feliz.
Estoy tan cerca de la salvación.
Mis pies parecen volar por la calle solitaria. Todo mi cuerpo es como un acorde, un arpegio sublime que vibra con el viento a un tiempo de tocata y fuga, el tiempo de mi redención definitiva de este mal sueño que me acosa.
Me vuelvo por unos instantes y diviso consternado que ahí está el hombre con rostro de luna llena.
Tan cerca.
Agitado, me despierto. ¿Por qué no me encuentro en mi dormitorio?
¿De qué modo llegué a esta calle solitaria de mi niñez, inalcanzable y lejana en ocasiones?
De repente, lo he visto a él. Lo veo, siempre tan cerca de mí.
Echo a correr.
Pero él siempre está ahí.
No lo veo correr ni tampoco agitado. No hay prisa alguna en sus movimientos o en sus gestos. Solamente una férrea resolución de seguirme a donde quiera que yo vaya.
Sigo en mí carrera alocada, frenética, mi carrera eterna…
Pero la calle no termina. Nunca terminará.
Y el hombre con rostro de luna llena está ahí.
Ahí estará cada vez que me vuelva.
He entrado en una calle, oscura, solitaria, polvorienta, silenciosa, con un aire sibilante que siempre anda barriendo papeles y hojas secas, igual que si fuera la calle abandonada de un pueblo deshabitado, del pueblo más lejano y olvidado del fin del mundo.
Y al parecer este será mi destino: huir por siempre del hombre con rostro de luna llena.
O detenerme.
Y morir.

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