jueves, 23 de octubre de 2014

Diversidad de cuentos, historias, lecturas, analizan los alumnos de 4to año:

Cuentos, lecturas extraídos de la antología de los libros del Bicentenario de secundaria, alumnos de 4to año en lengua y literatura, hacen sus propios análisis, lecturas, comentarios junto a su profesora Lozano, María….algunos de los que han elegido son:
El libro de Sylvia Iparraguirre:
El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzó su cara en el espejo manchado.
Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, de canto contra la pared, descubrió el libro. Era un libro pequeño y grueso, de tapas duras y hojas de papel de arroz, inexplicablemente pesado. Lo examinó un momento. No tenía portada ni título, tampoco el nombre del autor o el de la editorial. Bajó la tapa del inodoro, se sentó y pasó distraído las primeras páginas de letras apretadas y de una escritura que se continuaba sin capítulos ni apartados.
Miró el reloj. Faltaba para la salida del tren.
Se acomodó mejor y ojeó partes al azar. Sorprendido reconoció coincidencias. Volvió atrás. En una página leyó nombres de lugares y de personas que le eran familiares; más todavía, con el correr de las páginas encontró escritos los nombres de pila de su padre y su madre. Unos tres capítulos más adelante apareció, completo, sin error posible, el de Gabriela. Lo cerró con fuerza; el libro le producía inquietud y cierta repugnancia. Quedó inmóvil mirando la puerta pintada toscamente de verde, cruzada por innumerables inscripciones. Fluyeron unos segundos en los que percibió el ajetreo lejano de la estación y la máquina Express del bar. Cuando logró calmar un insensato presentimiento, volvió a abrir el libro. Recorrió las páginas sin ver las palabras.
Finalmente sus ojos cayeron sobre unas líneas: En el cubículo, la luz mortecina le alcanza su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasa la mano de dedos abiertos por el pelo. Se levantó de un salto. Con el índice entre las páginas, fue a mirarse asombrado al espejo, como si necesitara corroborar con alguien lo que estaba pasando.
Volvió a abrirlo. Se levanta de un salto. Con el índice entre las páginas, va a mirarse asombrado... El libro cayó dentro del lavatorio transformado en un objeto candente. Lo miró horrorizado. Consultó el reloj. Su tren partía en diez minutos. En un gesto irreprimible que consideró de locura, recogió el libro, lo metió en el bolsillo del saco y salió. Caminó rápido por el extenso hall hacia la plataforma. Con angustia creciente pensó que cada uno de sus gestos estaba escrito, hasta el acto elemental de caminar. Palpó el bolsillo deformado por el peso anormal del libro y rechazó, con espanto, la tentación cada vez más fuerte, más imperiosa, de leer las páginas finales. Se detuvo; faltaban tres minutos para la partida. Qué hacer. Miró la gigantesca cúpula como si allí pudiera encontrar una respuesta. ¿Las páginas le estaban destinadas o el libro poseía una facultad mimética y transcribía a cada persona que lo encontraba? Apresuró los pasos hacia el andén pero, por alguna razón oculta, volvió a girar y echó a correr con el peso muerto en el bolsillo. Atravesó el bar zigzagueando entre las mesas y entró en el baño. El libro era un objeto maligno; luchó contra el impulso irreprimible de abrirlo en el final y lo dejó en el piso, detrás de la puerta. Casi sin aliento cruzó el hall. Corrió por el andén como si lo persiguieran. Alcanzó a subir al tren cuando dejaban el oscuro andén atrás y salían al cielo abierto; cuando el conductor elegía una de las vías de la trama de vías que se abrían en diferentes direcciones.
S ylvia  I prraguirre
Nació en 1947 en Junín, Provincia de Buenos Aires. Fundó, junto a Abelardo Castillo (con quien se casó en 1976) y Liliana Heker, la revista literaria El Ornitorrinco. Docente, investigadora y narradora, sus cuentos integran numerosas antologías. Entre sus obras figuran: En el invierno de las ciudades (cuentos ). Probables lluvias por la noche (cuentos), El Parque (novela).
El día que no existan más ratones: Margules, Paula del libro Cuentos para seguir creciendo. Eudeba y FMG.
        El citadino se burla del provinciano que desconfía del recién llegado que sospecha del afroamericano que recela del blanco que desprecia al francés que rechaza al polaco que duda del inglés que segrega al brasileño que se ríe del gallego que hace bromas sobre le argentino que margina al boliviano que rechaza al gringo que ofende al indio que huye del católico que humilla al judío que se aparta del palestino que mata al Israelí que pelea con el árabe que desprecia a la mujer que maltrata a los chicos que pisan al sapo que come insectos que pican al hombre flaco que discrimina al gordo que se ríe del travestido que rechaza al policía que abusa del ladrón que roba al adolescente que señala al homosexual que critica al cura que rechaza al político que se aprovecha del débil que maldice al fuerte que atropella al distraído que vitupera al viejo que engaña al joven que contradice al adulto que se queja de su jefe que odia al gerente que acosa a su secretaria que envidia al cadete que huye del director que está harto del cliente que exige del vendedor que engaña al comprador que insulta al fabricante que se queja del funcionario que desdeña al periodista que hostiga al camarógrafo que prepotea al entrevistado que insulta al intelectual que señala al ignorante que ofende al estudioso que reprocha al médico que subestima al enfermo que sufre al burócrata que patea al gato que se come al ratón que muerde un tobillo y contagia la rabia.
Inmolación por la belleza,  Denevi, Marco, falsificaciones, Buenos Aires, Corregidor, 2007.
      El erizo era feo y los sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche, y si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
      Una vez alguien encontró esa esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo(como aconsejan los libros de zoología)tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
      Todos acudieron a contemplarlo. Según quien lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc, o si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada, o si lo miraba algún envidioso, un bufón.
      El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor a que se le desprendiese aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos había o de hambre y de  sed. Pero seguía hermoso.
 “La salvación”, de Bioy Casares, Adolfo, Guirnalda con amores. 2010-
Esta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los  filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora.  
     Comprendió la causa. “¿Cómo un ser  tan ínfimo –sin duda estaba pensando el tirano_es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?   
     Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. Por humildes que sean  _dijo indicando el pájaro _hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros”.
 La literatura y felicidad de Castillo, Abelardo
     La literatura está cargada de fatalidad y de tristeza.
¿Por qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz. Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia, lo que se ha perdido o no se quiere perder. 
     Por eso es tan difícil escribir una buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor.  Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que,  si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos. 
Desde el Pozo de O rlando Van Bredam
      A mí siempre me gustó más la casa de la abuela. Sobre todo por el patio. Acá en el departamento de mamá te aburrís. Al principio no, me gustaba porque me pasaba en el balcón mirando los autos y los chicos que jugaban carreras en bicicleta y me gustaba tirar piedritas y paracaídas de celofán pero ya me cansé de todo eso. En cambio, desde que descubrí a los indiecitos carajá en el patio de la casa de mi abuela, no hago más que pensar en el sábado y el domingo que es cuando mi mamá me lleva o me tira como dice el abuelo mientras rezonga y resopla la pipa, pero yo sé que él igual me quiere y me quiere más que el tío Horacio, ese que hace como que me quiere y me trae siempre alfajores, parece que lo único que sabe es traer alfajores de no sé dónde. Pero a mí no me importa, a mí me importan más los indiecitos carajá que descubrí una siesta mientras mis abuelos dormían, en el fondo del patio, pasando la huerta, casi con el tejido de don Bermúdez.
       Mi abuela siempre me decía que no tenía que ir ahí porque ahí había antes un pozo de agua y que la tierra era más blanda y que me podía caer y todas esas cosas que dicen las mamis y las abuelas porque creen que uno es sonso y que siempre anda metiéndose en líos porque sí. Esa siesta cuando dormían y el abuelo roncaba como una locomotora, aproveché y despacito, despacito, me arrimé casi hasta el tejido y de pronto vi en el suelo seco, reseco, un agujero así. Sí, así de grande. Entonces me arrodillé y miré hacia adentro. Al principio todo estaba oscuro pero empezó a aclararse igual que cuando el abuelo abre la puerta del galpón, al principio no ves nada pero después entra toda la luz y es como afuera. No había nada, primero no había nada. Entonces me senté y me puse a jugar con unas latitas de conserva como que eran soldados y los puse en fila cerca del pozo. Era un comando. Tenían la misión de bajar a investigar si había nazis. Los empujé uno por uno y puse el oído para ver cómo sonaban abajo. Fue ahí que me asusté porque escuché como un quejido o un grito. Y enseguida vi aparecer unas manos que se agarraban al borde y que querían salir. No me asusté. Me daba gracia lo chiquito de las manos. Como la muñeca de mi prima Lorena. Pero era un hombrecito y con mucha facilidad salió del pozo y detrás de él otros y otros y otros. No terminaban nunca de salir. Cuando los vi a todos juntos mirándome, me di cuenta de que era un malón de indios igual que en las películas. Pero eso sí, estos no tenían la cara pintada ni muchas plumas como los cheyenes. Una vincha roja y hachas y arcos y flechas. El primero que salió se acercó hasta mis rodillas que todavía seguían apoyadas en el suelo y alzando una lanza me dijo “Kaboi” por lo que entendí que era su nombre y que él era el jefe. Seguro que era el jefe porque era el único que hablaba y los demás me miraban en silencio y con los ojos así como si nunca hubieran visto a alguien tan grande. Era una risa. Cuando me paré no me llegaban ni a mi ombligo y retrocedieron asustados y con las lanzas me apuntaron y si yo hubiera querido de una patada hubiera hecho un desastre. Pero se veía que eran buenos y que querían ser amigos y por eso no hice nada y hasta me senté para poder estar más cerca de ellos.
     Kaboi levantó una mano, igual que en las películas, en señal de paz y amistad. Después recogió un pedazo de madera podrida y la mostró a los demás. Todos miraban como si fuera algo extraordinario  y hacían gestos y hablaban y yo no entendía nada. Hasta se olvidaron de que estaba allí, sentado y mirándolos. Después de un ratito, Kaboi tiró la madera podrida, levantó una mano como antes y con una señal les dijo que volvieran al pozo. Era un plato ver cómo se largaban uno detrás del otro y caían y caían y yo por más que trataba no podía ver hasta dónde llegaban porque el pozo comenzó a oscurecerse más y más y después ya no se veía nada, nada, nada. El último en bajar fue Kaboi pero antes me miró a la cara y me hizo un guiño de compinche. Cuando me quedé solo pensé que no tenía que contarle a nadie lo que había visto. Además, no tenía a quien contárselo. En la casa de la abuela no tenía amigos, ni primos, ni nada. La abuela y el abuelo se enojarían mucho si llegaban a saber que me había acercado hasta el tejido de don Bermúdez. A mami no le importaba, porque lo único que le importaba era esperar el sábado de mañana al tío Horacio que siempre aparecía con sus repugnantes alfajores y después me tiraban en la cama de la abuela. Al tío Horacio, menos. A él lo único que le interesaba era besarla a mi mamá como aquella vez que los sorprendí en el living y me hice el sonso.
     Al otro sábado, a la siesta, los indiecitos carajá no aparecieron.
     Fue inútil. Estuve un rato largo, sentado cerca del pozo. Hasta armé otro comando como la primera vez y hasta tiré algunas latas para ver qué pasaba. Pero nada. Me fastidié mucho y esa noche hasta me dio ganas de llorar, pero no quise llorar porque si no la abuela sale con que este chico está enfermo y todas esas pavadas que dicen los grandes cuando uno está triste. Y no saben por qué uno está triste y no les importa. Pero yo tenía la seguridad de que los iba a ver de nuevo y esperé al otro sábado y tampoco aparecieron.
     Y cuando ya no me importaba mucho que salieran o no salieran porque lo que en realidad cada vez me gustaba más era el patio de la casa de mi abuela, vi aparecer como la primera vez las manos de Kaboi y a Kaboi. Pero solo. Vino solo y al verme me levantó la mano en señal de paz y yo hice lo mismo. Me hizo un guiño y yo también le hice un guiño. Entonces me animé y le pregunté por las dudas, por si entendía mi lenguaje aunque yo sabía que hablaba de otra manera, le pregunté por los demás indiecitos de su tribu.   
    Entonces él recogió el mismo pedazo de madera de la otra vez y me dijo algo que le entendí clarito y que nunca, nunca voy a olvidar y que me da mucha pena porque Kaboi es un amigo, el mejor amigo que tengo y yo le creo todo lo que él dice y en una de esas nunca más lo vuelvo a ver.
    Tomando la madera me dijo: “No vamos a volver. Solo vine a despedirme. Tu mundo es muy feo. Aquí, todas las cosas se pudren como esta madera. El nuestro es mejor”.
Orlando Van Bredam
Nació en Villa San Marcial, Provincia de Entre Ríos, pero desde muy joven se radicó en El Colorado, Provincia de Formosa. Allí reside.
Incursionó en la poesía, el ensayo, el teatro, la narrativa breve. Docente en la Universidad Nacional de Formosa, ganó el Premio Emecé con su novela Teoría del desamparo. Entre sus obras figuran: La hoguera inefable, Asombros y condenas, Fabulaciones, La vida te cambia loplanes.
Treinta horas de agonía en la nieve:    Asencio, Abeijón
     El día desapareció sin que en algún momento hubiera decrecido la intensidad de la nevada, que ya tenía una altura de casi cincuenta centímetros y con la noche arreció el tormento. Caminaba con pasos espaciados para reservar en lo posible fuerzas en el caso de que parara la nevazón o llegara el nuevo día. Tal vez serían las cinco de la mañana, cuando la nevazón comenzó a disminuir y poco después cesó totalmente, apareciendo algunas estrellas. Ello lo animó a seguir su tremenda lucha contra el frío, el hambre y el sueño que lo martirizaban, porque en cuanto amaneciera podría orientarse con seguridad. No era fácil resistir hasta la llegada del día, porque su resistencia ya estaba al límite. Conforme el cielo aclaraba, iba en aumento el frío y comenzó a helar y a soplar una leve brisa del Sur. Al fin comenzó a aclarar. La luz del día trajo un mayor sufrimiento por el frío. Sus ropas comenzaron a endurecerse por la escarcha, pegándose a su cuerpo.
     Sus botas, aunque de buena calidad, ya estaban quemadas por la nieve… En lontananza alcanzó a ver dos jinetes arreando caballos… Seguramente andaban en su busca y aunque sabía que a esta distancia no podrían verlo, agitó los brazos haciendo señas con la boina, pero los jinetes se perdieron de vista pronto, en una dirección que lo alejaba de ellos.
     Su andar se fue tornando casi maquinal y cuando llegaba a algún lugar donde la altura de la nieve era mayor, caía al suelo y cada vez le era más difícil incorporarse. Sólo su extraordinaria fuerza de voluntad lo mantenía en lucha. El sol salió brillante y muy frío y su reflejo en la nieve comenzó a molestarle la vista dolorosamente.
    Conoció el lugar donde se hallaba, notando que en su marchar extraviado se había alejado más de siete leguas de su casa, y se dio cuenta de que, a no mucha distancia, había un profundo cañadón en el que estaban establecidos con ganadería dos argentinos. Con paso exhausto cambió de rumbo en esa dirección. En un recorrido menor de trescientos metros se cayó tres veces, y en la última apenas logró levantarse. De pronto, casi sin esperarlo, se halló en el filo de la loma que formaba el cañadón y casi de inmediato, vio el puesto, de cuya chimenea salía humo. En su alegría trató de apresurar la marcha cuesta abajo en la pendiente y cuando quiso darse cuenta se había metido hasta la cintura en un baldón de nieve formado al reparo de una gran mata de molle. Se desplomó de nuevo y, pese al gran esfuerzo realizado, no pudo volver a incorporarse. Lo invadió una inmensa amargura al pensar que tendría que morir con el auxilio a la vista. Su garganta estaba enronquecida y desde el puesto nunca podrían oírlo y menos verlo, porque la mata de molle lo impedía, aunque él, por entre los intersticios de las ramas cargadas de nieve, veía perfectamente el puesto a menos de dos kilómetros de distancia. Un pensamiento providencial lo animó. ¡Los perros! Ellos podrían oírlo pese a la debilidad de su garganta y, con sus ladridos, avisarían a sus dueños. Quiso silbar, pero sus ateridos labios se lo impidieron.
    Entonces puso las manos en la boca a manera de bocina y empleando todas las fuerzas que le daba su desesperación, lanzó un grito ronco, desarticulado, pero bastante apagado. Un coro de ladridos le respondió desde el puesto y, a través del ramaje del molle, vio tres perros casi juntos que ladraban en su dirección. Casi de inmediato se abrió la puerta del rancho y dos hombres, uno de ellos con el mate en la mano, salieron a mirar alternativamente hacia los perros y hacia el lugar para donde estos ladraban.
    Tuvo un nuevo temor: si no se incorporaba, los hombres no podrían verlo por sobre la mata de molle y a lo mejor creían que la actitud de los perros era motivada por el paso de algún puma u otro animal y volverían a entrar en el puesto. Notaba que se consultaban entre ellos, indecisos y atentos.
Jugó su última carta: apoyándose en un mogote formado por un coirón helado hizo un esfuerzo sobrehumano y se puso de pie sobresaliendo sobre el molle, agitando la boina con la mano y emitiendo un lamentoso y ahogado pedido de auxilio, para volver a caer de inmediato sobre la nieve. Pero a través de las ramas pudo notar que lo habían visto, porque uno de los hombres arrojó el mate sobre la nieve y a dificultosas zancadas comenzó a correr en su dirección, mientras el otro descolgó unas riendas y corrió hacia un corral, de donde salió a caballo galopando hacia el filo del faldeo, con la rapidez que se lo permitía la nieve.
    Entonces, como dando ya por terminada su tremenda lucha, aflojó toda la tensión de su cuerpo, confiándose a los hombres que corrían presurosos en su ayuda. Los perros, siempre ladrando, se adelantaron a sus dueños y no tardaron en llegar al matorral observando al caído con gruñidos recelosos y encrespado el pelo del cogote, pero casi de inmediato, como conociendo su trágica situación, comenzaron a gemir y a agitar la cola en forma cariñosa, a la vez que dirigían ahora sus ladridos en dirección a sus amos, como pidiéndoles que se apresuraran. Diez minutos después, casi simultáneamente llegaron los dos hombres que lo ayudaron a levantarse exclamando: “¡Don Carlos…!
    ¡Pero qué le ha pasado, amigo…! ¡Cómo anda a pie!”. La emoción de auxilio solidario ahoga al hombre que, con intensa emoción apenas alcanza a balbucear: “¡Aquí me tiene, amigo, de nuevo en la mala!”.
A caballo lo introdujeron a la casa, donde luego de despegarle las ropas adheridas al cuerpo por el hielo, lo friccionaron con nieve y le dieron a beber café caliente y ginebra. La entrada en calor aumentó en forma extraordinaria el dolor de las quemaduras de la escarcha.
    Cuatro horas más tarde llegó una de las comisiones que lo buscaban.
    Después llegaron otras que, al terminar de caer la nieve, habían podido localizar sus rastros y seguirlos. Ante la gravedad de las quemaduras, una de las comisiones salió en busca de sus familiares y de una mujer con buenos conocimientos de medicina y cirugía, doña María de Gastaldi, establecida con su marido en “Las Vertientes”, a cinco leguas de distancia, cuidando ovejas a interés. Era decidida, valerosa y hábil para el caballo, aun en las noches más malas. Llegaron de vuelta al día siguiente, pero poco se pudo hacer a favor del herido que, pese a las curas efectuadas, murió a los dos días de haber sido hallado.
La hormiga de Denevi, Marco
    Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales.
      Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas.
     Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga.
      Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra.      Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla.
  Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón.
    Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: “Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores...”. Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.
Ojos negros Vlady Kociancich
    Es cierto que en los viajes se conoce gente.
   Pero no es menos cierto que esas relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago. Todo viajero sabe que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el término del viaje. Cartas, llamados telefónicos y postales, solo demoran el inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima Clara.
    Antes de cumplir treinta años se había convertido en una profesional de ausencias.
–No tengo imaginación para otra cosa –decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro.
Era explicable, sin embargo. Cuando Clara recibió la herencia del tío Sebastián, solo conocía Mar del Plata.
–Quisiera ver algo de mundo –le explicó a Tito, el novio, un muchacho de Quilmes que tenía terror a los aviones–. Y después nos casamos.
Clara compró un lujoso tour a Oriente –Thailandia, Malasia, India, cuarenta días– volvió, pasó un fin de semana con Tito, le contó el viaje, hizo la valija y ese mismo lunes partió a Londres, punto inicial de un recorrido por el norte de Europa.
    A la altura en que la herencia empezaba a menguar, también las regiones ignotas de la folletería turística. Mi prima, que saltaba de un país a otro como en una rayuela planetaria, un día vio que solo le faltaban dos cuadros para llegar al Cielo: Rusia y Perú.
–Elegí Rusia porque me quedaba más cerca –me dijo con ese envidiable candor de los que aprenden geografía en los aeropuertos: el vuelo salía de Berlín y Clara estaba en Frankfurt.
Insólitamente, porque no era mujer cavilosa, cuando llamaban a embarcar tuvo un presentimiento.
–De algo triste. No de algo malo ni de peligroso. ¿Qué puede pasarte en un tour cinco estrellas y organizado como un curso escolar? Había una función del Bolshoi en Moscú, una visita a Kiev, un balneario en el Mar Negro, comidas, bailes y sinfónica.
     Pero mi prima se sentía igual que en el cielo de Berlín: encapotada y gris. Subió al avión sin ganas. Por primera vez en las etapas de su carrera de turista, pensó en Tito.
–Pensé en cómo le gustaba que le contara cada viaje y eso me animó. Este iba a ser el último.
   Pensando en Tito, Clara fue atravesando las jornadas de su aventura rusa. Miraba y le contaba, mentalmente. La orquesta de señoritas que en el hotel de Moscú tocó “Adiós muchachos”. Las tétricas catacumbas de los monasterios de Kiev. La fábrica de partes de astronaves en Volgogrado. El mar bien negro que hacía honor a su nombre. Hasta que una mañana, exhausta y algo confundida, Clara se encontró caminando entre plantas de té.
–Yo que nunca tomaba más que algún té en saquito, me emocionó, de una manera rara, ese verde ondulante, el cielo azul. Y sentí ganas de llorar. Estaba muy lejos de casa.
    Estaba en Georgia, le explicó su guía. Georgia. A Clara le daba igual el nombre. Quería volverse a Buenos Aires, ni sabía por qué. No había motivo, solamente esa extraña congoja al ver la plantación, como si la belleza del paisaje le desgarrara el alma.
    Durmió una siesta para tranquilizarse. Soñó con té.
–Una lluvia de té, oscura y suave, que caía, caía. Yo era muy feliz debajo de la lluvia de té. Muy pero muy feliz. Vieras qué lindo sueño.
    A las ocho, el programa marcaba cena y baile en Gardenia.
  El guía les pidió “ropa formal”. Quería decir ni bermudas ni zapatillas, pero Clara, argentina al fin, se vistió como para una velada en el Colón.
Mi prima no era nada fea a esa edad, con su brillante pelo rubio, sus ojos grandes, su delgadez graciosa y algo torpe, como de chica que no terminaba de crecer. De largo, en blanco y seda, estaría muy bonita.
–Estaba muerta de vergüenza –me dijo. El Gardenia era una confitería, pero más bien de Club Social y Deportivo, con la gente del barrio, familias, chicos, haciendo rueda a los bailarines, mirando y aplaudiendo desde las mesas, y yo tan elegante, tan ridícula.
    Al rato se olvidó, en la fiesta inocente del Gardenia, en el salón iluminado a pleno, los parlantes tronando música vieja, rock and roll de Bill Haley, lentos de Los Plateros, y muchachos que esperaban respetuosos el turno de sacarla a bailar, como en un cumpleaños de quince de la década del cincuenta.
  Clara fue un éxito. Pero el guía, un joven con cara de viejo, estaba incómodo. Rezongaba, que eso no era Moscú, que eso era Georgia, un lugar atrasado, que ella no se hiciera una idea equivocada de la diversión rusa. Y agriamente, con una mueca desdeñosa, seleccionaba de la cola de postulantes que se iba formando en la mesa de Clara, a los mejor vestidos o más serios. Uno nunca pasó el examen.
–Lo noté –dijo mi prima– a eso de medianoche. Quieto como una estatua. Alto, de traje verde oscuro. Primero vi el traje, de ese color tan raro, que le quedaba un poco chico. Después los ojos. Negros. Me hacían acordar a la canción. Ochichornia. Ojos Negros. Yo venía de bailar, descansaba un minuto y sentía los ojos. Eran como la música. Pegadizos y tristes. Una vez se acercó a la mesa, habló con el guía. Se había peinado para atrás, con mucha agua, pero un mechón le resbalaba sobre la cara, y de perfil era una cara hermosa. Él hablaba en voz baja, suavemente, mi guía chillando. Pregunté qué pasaba, si el señor quería bailar cuál era el problema. El guía sacudió la cabeza,  furibundo. Y Ojos Negros se retiró a su sitio, el último en la cola. Clara protestó, aunque, la verdad, no entendía. Le daba lástima, le parecía injusto. El guía se mantuvo inflexible. Los turistas eran su prioridad y los georgianos –dijo enfáticamente– eran georgianos. Mi prima no insistió más, ya que estaba de paso, ya que el baile seguía y había comprometido otras piezas.
  En algún momento, sintió que paraban la música. Ella también paró. Su compañero, un chico de ojos muy celestes, la miró asombrado, tropezando. Todos bailaban a su alrededor.
–No era la música. Era la ausencia –dijo Clara–. Ojos Negros se fue, yo me di cuenta, no me preguntes cómo.
   Los llevaron de vuelta al hotel, a mi prima y al puñado de belgas y de canadienses del tour, de madrugada. En el camino, Clara vio la tierra verde oscura de las plantaciones de té que salía a la luz muy despacio, una inmensa alfombra de hojas que se iba despegando en el cielo, y con la alfombra también un largo sentimiento de pena, como de irse para siempre, antes de visitar la casa adonde conducía. Clara pensó que, en realidad, estaba muerta de cansancio por tanto baile, en un lugar extraño, y nada más.
–Cuando lo vi –dijo– no me asusté. Aunque había un alboroto en el hotel y la conserje movía las manos como desesperada llamando al guía, que corrió enojadísimo. Todos hablaban en ruso, me daban órdenes en ruso. Ojos Negros era el único tranquilo, con su traje verde y sus ojos mirándome, callado, tan triste y tan seguro de que yo lo entendía.
Mi prima me describió la escena.
El mostrador, en mitad del pasillo, suerte de paso fronterizo a las habitaciones, con la gorda conserje de uniforme azul que entregaba las llaves. Una guía de otro tour, junto a la gorda, las dos mujeres lagrimeando. El guía de Clara frente a dos hombres, casi en puntas de pie, autoritario, rojo de indignación. El hombre de los ojos negros con un paquete chico en la mano. A su lado, un hombre mayor; de traje gris, que hablaba a las mujeres y el guía en un tono conciliador, lleno de suspiros y ademanes.
   La gorda se tocó el pecho, cerró los ojos como si le doliera, tomó una llave y se la entregó a Clara, mientras murmuraba algo en ruso. Mi prima la rechazó. Entonces, el hombre mayor se dirigió a ella, suplicante.
–Traduzca –dijo Clara, y de muy mal modo el guía obedeció.
“Mi amigo aquí”, dijo el hombre mayor, “le ofrece su corazón para que usted lo tome. Mi amigo dice que la ama como un hombre de bien. Que él no encuentra las palabras justas, tan grande es este amor y por eso me ha pedido que sea yo quien le hable. Debo decirle que mi amigo es honrado, que es soltero, que es dueño de una casa y de buena tierra donde cultiva el té. Si usted toma a mi amigo por esposo, será feliz porque la ama tanto. Esto no me pidió que lo dijera”. Hubo un silencio. El guía dijo, entre dientes:
–Georgianos. Qué locura.
Clara pensaba en cómo responder sin ofenderlo. Luego, despacio y eligiendo cada palabra, dijo que estaba conmovida, pero que era imposible. Ella vivía muy lejos, tenía novio, iba a casarse ese año.
–No podía mirarlo –me contó–. Fue muy difícil.
Ojos Negros escuchó la traducción, asintiendo, sereno; algo más pálido que antes. Después habló y el amigo tradujo:
“Quiere entonces que acepte esta pequeña ofrenda como recuerdo de su gran amor. Es el té de su casa”.
Cuando todos se fueron, la conserje le preparó una taza en su propio samovar y se la llevó al cuarto. Era un té muy oscuro, casi negro. Clara tomó unos sorbos delante de la mujer, que la miraba con angustia y restregándose las manos.
–No me di cuenta –dijo Clara– de que yo estaba llorando.
Mi prima Clara no volvió a viajar. Cuando le preguntaban por qué, decía:
–Es mucha ausencia.
Tampoco se casó. Cuando le preguntaban por qué, decía:
–El hombre que me quiso vive en Georgia y Georgia está muy lejos.
La familia sostiene que viajar no siempre es bueno para todo el mundo.

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