viernes, 6 de septiembre de 2013

Lecturas del libro Rey Secreto de Pablo De Santis:

El viejo actor:
    TUVE  QUE  INTERPRETAR  grandes  personajes. Y arrastrar la capa, la corona, la espada de utilería.
Dicen que grito demasiado y sobreactuó.
No comprenden: tengo que hacerme oír, tengo que simular que hay alguien ahí arriba, bajo el telón, la capa y la corona,
Además, vivir es sobreactuar.
Calles perdidas:
    HACE  MÁS  DE  DIEZ  AÑOS  encontré en una calle oscura una librería de viejo llamada “El centauro”. En una de las mesas del fondo descubrí un libro que me entusiasmó. En la primera página estaba el nombre de su antiguo dueño, y el sello de la librería, con el dibujo de un centauro. Como estaba apurado, lo dejé para otra vez.
    Sin embargo, nunca volví a encontrar esa librería.
     La misma experiencia he tenido otras veces, y he oído de otros que también la tuvieron. Vemos en medio de una calle un restaurante, un negocio, un edificio, un árbol que nos llama la atención, pero que dejamos pasar de largo; cuando volvemos a buscarlo, ya no está. Uno cree que conoce la ciudad, y camina por sus calles en medio de una creciente distracción, pensando que todo paseo puede ser repetido, toda vereda nuevamente encontrada. Pero la ciudad, desafiante, nos esconde librerías, estatuas, cafés, a veces plazas enteras.  Así, por descuido, vamos perdiendo pedazos enteros de ciudad, con las que vamos formando, con los años, otra ciudad hecha sólo de ausencias, y de las que somos los únicos testigos.
     En cuanto a aquel libro, lo encontré años después, en otra librería. Todavía conservaba el sello, algo desteñido, con el dibujo del centauro. De todo naufragio, de toda Atlántida hundida, siempre llega hasta la costa algún resto, dibujo o palabra.
    La otra ciudad:
SUPONGAMOS QUE un hombre espera en un bar a una mujer. Es una historia conocida: la mujer se demora. Para no aburrirse, el hombre mira una guía de la ciudad, mientras piensa en los lugares donde nunca estuvo. Se da cuenta entonces de que dos ciudades posibles lo acechan. En una, la mujer, nerviosa, atraviesa calles atestadas, sufre en un taxi atascado, o corre por los pasillos del subte, sin atreverse a mirar los relojes que cuelgan de lo alto. En la otra ciudad, la mujer, encerrada en su departamento, ensaya una excusa cuya verosimilitud no le importa, porque la excusa es una aproximación a la mentira que hace la verdad.
 Como un viajero perdido, el hombre trata de reconocer en cuál de las dos ciudades está. Mira su reloj, que no funciona. Alguna vez estuvo por tirarlo, pero terminó convertido en amuleto. En el cuadrante del reloj muerto la oscuridad avanza: aunque no funciones, igual marca el paso del tiempo. Comprende que habita la segunda ciudad, el escenario de la mujer imposible. ¿Cómo se dejó engañar? ¿Acaso no vio las grietas en los edificios, las caras gastadas por la indiferencia y el cansancio?
El pocillo, el vaso de agua y la jarra de metal le parecen objetos horribles que están allí para atormentarlo. En el momento en que decide irse, entra la mujer. Dice Hola, lo besa, se sienta y le sonríe; le pregunta por qué la mira con esa cara del que está perdido en una ciudad extranjera. Él Improvisa una excusa –que es la aproximación a la verdad que hace  la mentira- mientras oye un estruendo lejano: el derrumbe de la ciudad aborrecida.

  La Historia:
       A MENUDO NUESTROS historiadores, entregados a la tarea de reconstruir vidas pasadas, son invadidos por la angustia de sentir que toda esa gente –que termina pro resultarle tan familiar- ha muerto, y que todos somos, de hecho, ruinas y cenizas para el futuro. Se lo llama el Síndrome de Pompeya. Los historiadores que sufren este mal ven al presente como si ya hubiera pasado: máscaras de lava, fósiles, inscripciones en una lengua muerta. Todo pasó, todo dejó de ser real.
    Todo lo ven amenazado por el Volcán.
  UN ÚLTIMO INVENTO:
      A PESAR DE LOS CIENTOS de cosas que había inventado, Thomas Alva Edison comenzó a sentir, al final de su vida, que había dejado algo sin hacer.
    Sus inventos habían cambiado la fisonomía del mundo y la vida de millones de personas, pero Edison lamentaba que todas sus creaciones exigieron cables, cristales, bobinas, gases encerrados en vidrios, válvulas… Quería construir un invento más simple, que bastara con un dibujo o con pronunciar unas palabras en voz baja; un invento sin dispositivos, sin conexiones, sin electricidad, sin utilidad alguna; una idea que se bastara a sí misma, libre por fin de esos complicados aparatos que habían agobiado su vida….
El árbol:
Nuestros antepasados plantaron el árbol a la entrada del pueblo. Siempre estuvo afuera de la aldea y en el centro a la vez. No llamaba la atención por su pobre follaje ni por su tronco retorcido, sino por sus frutos.  Nunca se sabía cuándo iba a ocurrir, si en primavera o en invierno, dentro de quince días o dos años.
       Yo mismo he visto una manzana, y al año siguiente un racimo de uvas, y luego una naranja casi amarilla. También aparecieron frutos que no sabíamos cómo llamar, y que tal vez en otras regiones fueran habituales. Algunos estaban cubiertos de espinas, otros eran grises y de olor nauseabundo. Nadie se atrevió a probarlos.
        Pero llegó el día en que el árbol agotó las formas y los colores. Este esfuerzo retorció aún más sus ramas y le dio a su tronco un aspecto de fósil. El último invierno, antes de quebrarse en la tormenta, antes de que nosotros hiciéramos una hoguera con sus ramas, para que no quedara ni una sola huella del árbol, dio su último fruto: un ahorcado.
 



 

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