martes, 16 de abril de 2013

Cuentos para alumnos de secundaria!

El penal más largo  del mundo: (De Soriano, Osvaldo)
         El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del Valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del Valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras. Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían.
      En 1958 empezaron ganándole uno a cero a Escudo Chileno, otro club de miseria. A nadie le llamó la atención eso. En cambio, un mes después cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran punteros del torneo, en los doce pueblos del Valle empezó a hablarse de ellos. Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero nadie imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.
    Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en la frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban por su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos cómo ganaban si eran tan malos. Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaban botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaba en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos los recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a  1. En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.
      El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas vecinas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos. El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción. Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padín entró al área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalizado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí. Según el tribunal de la Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio y a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero. Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:
–Constante los tira a la derecha.
–Siempre –dijo el presidente del club.
–Pero él sabe que yo sé.
–Entonces estamos jodidos.
–Sí, pero yo sé que él sabe –dijo el Gato.
–Entonces tirate a la izquierda y listo –dijo uno de los que estaban en la mesa.
–No. Él sabe que yo sé que él sabe –dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.
–El Gato está cada vez más raro –dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio. El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.
–¿Lo vas a atajar? –le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
–No sé. ¿Qué me cambia eso? –preguntó.
–Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
–Yo me voy a consagrar cuando la rubia de Ferreira me quiera querer –dijo y silbó al perro para volver a su casa.
El viernes, la rubia de Ferreira estaba atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como un sandía abierta.
–Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.
–Pobre tipo –dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de Ferreira se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista. El sábado a la tarde, el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear por las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.
–¿Y yo cómo sé? –dijo él.
–¿Cómo sabés qué?
–Si me tengo que tirar para ese lado.
La rubia Ferreira lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
–En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién –dijo ella.
–¿Y si no lo atajo? –preguntó él.
–Entonces quiere decir que no me querés –respondió la rubia, y volvieron al pueblo. El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta. El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba adonde esperaban los hinchas de Estrella Polar.
     A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señalaba la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato. Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio. Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacia dónde tiraría Constante Gauna. En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración. Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco, musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces –contó después– que volvería a  patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto. A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacia el arco, el referí sintió que los ojos se le reviraban y cayó de espaldas echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha.
        La pelota salió dando vueltas hacia el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El Gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área. El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacia Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba “¡no vale, no vale!”. La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entnces en la ruta todos abrieron botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita. Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado.   
        Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco. Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacia la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía. El pelotazo salió hacia la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Constante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a  Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita. Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreira sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota adentro del arco, el Gato  Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.
–Bien, pibe –me dijo–. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.
O S V A L D O     S O R I A N O
Nació en 1943 en Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires. Murió en 1997 en la Ciudad de Buenos Aires. Pasó junto a su familia una infancia errante, deambulando por pueblos de provincia tras los destinos laborales de su padre. Ejerció el periodismo en importantes medios porteños, como la revista Primera Plana y los diarios La Opinión y Página/12. Entre 1976 y 1984 se exilió en Bélgica y Francia. Entre sus obras figuran: No habrá más penas ni olvido; Cuarteles de invierno; Una sombra ya pronto serás –todas llevadas al cine–; Triste, solitario y final; A sus plantas rendido un león.

Viejo con Árbol (Fontanarrosa; Roberto)  cuento sobre fútbol
     A un costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril. Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras dos canchas, la chica y la principal.
Y ahí, debajo de ese árbol, solía ubicarse el viejo.
    Había aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo del árbol, siguiéndolos a ellos.
     Era el único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban de los autos.
–Ojo con la vía –alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
–No pasan trenes, casi –lo tranquilizaba Norberto.
Y era verdad, o pasaba uno cada muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
–¿No vino la hinchada? –ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo–. ¿No vino la barra brava?
Y se reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
–La vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá –bromeó alguno.
–Por ahí es amigo del referí –dijo otro.
Pero sabían que el viejo hinchaba para ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
    Y ahí, debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la cancha –casi a desgano, aprovechando para desperezarse– cuando levantó el brazo pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado jamás una palabra con nadie del equipo.
   El Soda pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante alto, pulcro y con sombra de barba.
  Escuchaba la radio con un auricular y en la otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
–¿Está escuchando a Central Córdoba, maestro? –medio le gritó el Soda cuando recuperó el aliento, pero siempre recostado en el piso.
El viejo giró para mirarlo. Negó con la cabeza y se quitó  el auricular de la oreja.
–No –sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí.
El viejo volvió a mirar el partido, que estaba áspero y empatado.
–Música– dijo después, mirándolo de nuevo.
–¿Algún tanguito? –probó el Soda.
–Un concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
  El Soda frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla. Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al lado del viejo.
–Pero le gusta el fútbol –le dijo–. Por lo que veo.
 El viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
–Lo he jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte –dictaminó después–. Muy emparentado.
 El Soda lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
–Mire usted nuestro arquero –efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la camiseta cubierto de tierra–.
La continuidad de la nariz con la frente. La expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales –se quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le mostraba–. Bueno... Eso, eso es la escultura...
 El Soda adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
–Vea usted –el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar un corner– el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles ocres, pardas y sepias y siena de los muslos, vivaces, dignas de un Bacon. Entrecierre los ojos y aprécielo así... Bueno... Eso, eso es la pintura. Aún estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando el viejo arreció.
–Observe, observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el braceo amplio en busca del equilibrio... Bueno... Eso, eso es la danza...
  El Soda procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
–Y escuche usted, escuche usted... –lo acicateó el viejo, curvando con una mano el pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido–... la percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí... Bueno... Eso, eso es la música...
 El Soda aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e implacable.
–Y vea usted a ese delantero... –señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha, algo más alterado–... ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos, distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando histriónicamente justicia... Bueno... Eso, eso es el teatro.
 El Soda se tomó la cabeza.
–¿Qué cobró? –balbuceó indignado.
–¿Cobró penal? –abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose apenas en la cancha–. ¿Qué cobrás? –gritó después, desaforado–. ¿Qué cobrás, referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
–... ¿Y eso? –se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo
–Y eso... –Vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra–
... Eso es el fútbol.
© Usted no me va a creer, de Fontanarrosa, Roberto.
© 2003 by Ediciones de la Flor S.R.L.
R O B E R T O   F O N T A N A R R O S A
Nació en 1944 y falleció en 2007 en Rosario, Santa Fe. Humorista gráfico y escritor, autor de una abundante producción gráfica. Entre sus personajes más conocidos están el matón Boogie El Aceitoso y el gaucho Inodoro Pereyra (con su perro Mendieta). Su fama trascendió las fronteras de la Argentina. Apasionado por el fútbol, dedicó varias de sus obras a ese deporte y escribió muchos textos alusivos. Entre sus obras figuran: La Gansada, Los trenes matan a los autos, El mundo ha vivido equivocado, La mesa de los galanes, Uno nunca sabe, El fútbol es sagrado, Los clásicos según Fontanarrosa.

 
 

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