La
literatura está cargada de fatalidad y de tristeza.
¿Por
qué? La vida no es siempre fea. Lo que pasa es que, en el fondo, la literatura
es un conjuro contra la infelicidad y la desdicha. La gente quiere ser feliz.
Pero la felicidad no hay que escribirla: hay que vivirla. O por lo menos
intentar vivirla. En la literatura se pone el deseo, la nostalgia, la ausencia,
lo que se ha perdido o no se quiere perder. Por eso es tan difícil escribir una
buena historia feliz. La historia de amor más hermosa que se ha escrito es
Romeo y Julieta. Pero es una catástrofe. Ella tiene catorce años y él
dieciocho, y terminan suicidándose. Qué linda historia de amor. Uno confunde la felicidad con las felicidades,
con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no
existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe.
Existen
pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria,
pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un
intento de eternizar esos momentos.
Abelardo Castillo.
"...Escrito por la autora argentina Elsa Bornemann cuenta la
historia de dos niños japoneses que vivían en Hiroshima en 1945…Sin dramatismos
innecesarios, es una historia para repensar sobre el valor de los verdaderos
afectos y amores.
Y valorar lo que valga la pena hacerlo!
Mil Grullas
Porque
ellos eran nuevos en el mundo. También, como todos los chicos. Pero el mundo
era ya muy viejo entonces, en el año 1945, y otra vez estaba en guerra. Naomi y
Toshiro no entendían muy bien qué era lo que estaba pasando.
Desde
que ambos recordaban, sus pequeñas vidas en la ciudad japonesa de Hiroshima se
habían desarrollado del mismo modo: en un clima de sobresaltos, entre adultos
callados y tristes, compartiendo con ellos los escasos granos de arroz que
flotaban en la sopa diaria y el miedo que apretaba las reuniones familiares de
cada anochecer en torno a la noticia de la radio, que hablaban de luchas y
muerte por todas partes.
Sin
embargo, creían que el mundo era nuevo y esperaban ansiosos cada día para
descubrirlo.
¡Ah... y
también se estaban descubriendo uno al otro!
Se
contemplaban de reojo durante la caminata hacia la escuela, cuando suponían que
sus miradas levantaban murallas y nadie más que ellos podían transitar ese
imaginario senderito de ojos a ojos.
Apenas
si habían intercambiado algunas frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al silencio...
Pero
Naomi sabía que quería a ese muchachito delgado, que más de una vez se quedaba
sin almorzar por darle a ella la ración de batatas que había traído de su casa.
-No
tengo hambre —le mentía Toshiro, cuando veía que la niña apenas si tenía dos o
tres galletitas para pasar el mediodía—. Te dejo mi vianda —y se iba a
corretear con sus compañeros hasta la hora de regreso a las aulas, para que
Naomi no tuviera vergüenza de devorar la ración.
Naomi...
Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en los sueños con sus largas
trenzas negras. Le hacía tener ganas de crecer de golpe para poder casarse con
ella. Pero ese futuro quedaba tan lejos aún...
El futuro inmediato de
aquella primavera de 1945 fue el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio
y anunció las vacaciones escolares.
Y con la
misma intensidad con que otras veces habían esperado sus soleadas mañanas, ese
año los ensombreció a los dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su
comienzo significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y medio
inacabable.
A pesar
de que sus casas no quedaban demasiado lejos una de la otra, sus familias no se
conocían. Ni siquiera tenían entonces la posibilidad de encontrarse en alguna
visita. Había que esperar pacientemente la reanudación de las clases.
Acabó
junio, y Toshiro arrancó contento la hoja del almanaque..
Se fue
julio, y Naomi arrancó contenta la hoja del almanaque...
Y aunque
no lo supieran: ¡Por fin llegó agosto! —pensaron los dos al mismo tiempo.
Fue
justamente el primero de ese mes cuando Toshiro viajó, junto a sus padres,
hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar una semana. Allí vivían los abuelos,
dos ceramistas que veían apilarse vasijas en todos los rincones de su local.
Ya no
vendían nada. No obstante, sus manos viejas seguían modelando la arcilla con la
misma dedicación de otras épocas, -Para cuando termine la guerra... —decía el
abuelo—. Todo acaba algún día... —comentaba la abuela por lo bajo. Y Toshiro
sentía que la paz debía de ser algo muy hermoso, porque los ojos de su madre
parecían aclararse fugazmente cada vez que se referían al fin de la guerra, tal
como a él se le aclaraban los suyos cuando recordaba a Naomi.
¿Y
Naomi?
El
primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar que caminaba sobre la
nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni árboles a su alrededor. Un desierto helado y
ella atravesándolo.
Abandonó
el tatami, se deslizó de puntillas entre sus dormidos hermanos y abrió la
ventana de la habitación. ¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas.
Ella le devolvió un suspiro.
El dos y
el tres de agosto escribió, trabajosamente, sus primeros haikus:
Lento se
apaga
El
verano
Enciendo
Lámpara
y sonrisas.
Pronto
Florecerán
los crisantemos.
Espera,
Corazón.
Después,
achicó en rollitos ambos papeles y los guardó dentro de una cajita de laca en
la que escondía sus pequeños tesoros de la curiosidad de sus hermanos.
El
cuatro y el cinco de agosto se lo pasó ayudando a su madre y a las tías ¡Era
tanta la ropa para remendar!
Sin
embargo, esa tarea no le disgustaba. Naomi siempre sabía hallar el modo de
convertir en un juego entretenido lo que acaso resultaba aburridísimo para
otras chicas. Cuando cosía, por ejemplo, imaginaba que cada doscientas
veintidós puntadas podía sujetar un deseo para que se cumpliese.
La aguja
iba y venía, laboriosa. Así, quedó en el pantalón de su hermano menor el ruego
de que finalizara enseguida esa espantosa guerra, y en los puños de la camisa
de su papá, el pedido de que Toshiro no la olvidara nunca...
Y los
dos deseos se cumplieron.
Pero el
mundo tenía sus propios planes...
Ocho de
la mañana del seis de agosto en el cielo de Hiroshima.
Naomi se
ajusta el obi de su kimono y recuerda a su amigo: -¿Qué estará haciendo ahora?
"Ahora",
Toshiro Pesca en la isla mientras se pregunta: -¿Qué estará haciendo Naomi?
En el
mismo momento, un avión enemigo sobrevuela el cielo de Hiroshima.
En el
avión, hombres blancos que pulsan botones y la bomba atómica surca por primera
vez un cielo. El cielo de Hiroshima.
Un
repentino resplandor ilumina extrañamente la ciudad.
En ella,
una mamá amamanta a su hijo por última vez.
Dos
viejos trenzan bambúes por última vez.
Una
docena de chicos canturrea: "Donguri-Koro Koro- Donguri Ko..." por
última vez.
Cientos
de mujeres repiten sus gestos habituales por última vez.
Miles de
hombres piensan en mañana por última vez.
Naomi
sale para hacer unos mandados.
Silenciosa
explota la bomba. Hierven, de repente, las aguas del río.
Y medio
millón de japoneses, medio millón de seres humanos, se desintegran esa mañana.
Y con ellos desaparecen edificios, árboles, calles, animales, puentes y el
pasado de Hiroshima.
Ya
ninguno de los sobrevivientes podrán volver a reflejarse en el mismo espejo, ni
abrir nuevamente la puerta de su casa, ni retomar ningún camino querido.
Nadie será ya quien era.
Hiroshima
arrasada por un hongo atómico.
Hiroshima
es el sol, ese seis de agosto de 1945. Un sol estallando.
Recién
en diciembre logró Toshiro averiguar donde estaba Naomi. ¡Y que aún estaba
viva, Dios!
Ella y
su familia, internados en el hospital ubicado en una localidad próxima a
Hiroshima, como tantos otros cientos de miles que también habían sobrevivido al
horror, aunque el horror estuviera ahora instalado dentro de ellos, en su misma
sangre.
Y hacia
ese hospital marchó Toshiro una mañana.
El
invierno se insinuaba ya en el aire y el muchacho no sabía si era frío exterior
o su pensamiento lo que le hacía tiritar.
Naomi se
hallaba en una cama situada junto a la ventana. De cara al techo. Ya no tenía
sus trenzas. Apenas una tenue pelusita oscura.
Sobre su
mesa de luz, unas cuantas grullas de papel desparramadas.
-Voy a
morirme, Toshiro... —susurró. No bien su amigo se paró, en silencio, al lado de
su cama—. Nunca llegaré a plegar las mil grullas que me hacen falta...
Mil grullas... o "Semba-Tsuru", como
se dice en japonés.
Con el
corazón encogido, Toshiro contó las que se hallaban dispersas sobre la mesita.
Sólo veinte. Después, las juntó cuidadosamente antes de guardarlas en un
bolsillo de su chaqueta.
-Te vas
a curar, Naomi —le dijo entonces, pero su amiga no le oía ya: se había quedado
dormida.
El
muchachito salió del hospital, bebiéndose las lágrimas.
Ni la
madre, ni el padre, ni los tíos de Toshiro (en cuya casa se encontraban
temporariamente alojados) entendieron aquella noche el porqué de la misteriosa
desaparición de casi todos los papeles que, hasta ese día, había habido allí.
Hojas de
diario, pedazos de papel para envolver, viejos cuadernos y hasta algunos libros
parecían haberse esfumado mágicamente. Pero ya era tarde para preguntar. Todos
los mayores se durmieron, sorprendidos.
En la
habitación que compartía con sus primos, Toshiro velaba entre las sombras.
Esperó hasta que tuvo la certeza de que nadie más que él continuaba despierto.
Entonces, se incorporó con sigilo y abrió el armario donde se solían acomodar las
mantas.
Mordiéndose
la punta de la lengua, extrajo la pila de papeles que había recolectado en
secreto y volvió a su lecho.
La
tijera la llevaba oculta entre sus ropas.
Y así,
en el silencio y la oscuridad de aquellas horas, Toshiro recortó primero novecientos
ochenta cuadraditos y luego los plegó, uno por uno hasta completar las mil
grullas que ansiaba Naomi, tras sumarles las que ella misma había hecho. Ya
amanecía, el muchacho se encontraba pasando hilos a través de las siluetas de
papel. Separó en grupos de diez las frágiles grullas del milagro y las aprestó
para que imitaran el vuelo, suspendidas como estaban de un leve hilo de coser,
una encima de la otra.
Con los
dedos paspados y el corazón temblando, Toshiro colocó las cien tiras dentro de
su furoshiki y partió rumbo al hospital antes de que su familia se despertara.
Por esa única vez, tomó sin pedir permiso la bicicleta de sus primos.
No había
tiempo que perder. Imposible recorrer a pie, como el día anterior, los
kilómetros que lo separaban del hospital. La vida de Naomi dependía de esas
grullas.
-Prohibidas
las visitas a esta hora —le dijo una enfermera, impidiéndole el acceso a la
enorme sala en uno de cuyos extremos estaba la cama de su querida amiga.
Toshiro
insistió: -Sólo quiero colgar estas grullas sobre su lecho, Por favor...
Ningún
gesto denunció la emoción de la enfermera cuando el chico le mostró las
avecitas de papel. Con la misma aparentemente impasililidad con que momentos
antes le había cerrado el paso, se hizo a un lado y le permitió que entrara:
-Pero cinco minutos, ¿eh?
Naomi
dormía.
Tratando
de no hacer el mínimo ruidito, Toshiro puso una silla sobre la mesa de luz y
luego se subió.
Tuvo que
estirarse a más no poder para alcanzar el cielorraso. Pero lo alcanzó. Y en un
rato estaban las mil grullas pendiendo del techo; los cien hilos entrelazados,
firmemente sujetos con alfileres.
Fue al
bajarse de su improvisada escalera cuando advirtió que Naomi lo estaba
observando. Tenía la cabecita echada hacia un lado y una sonrisa en los ojos.
-Son hermosas, Tosí-can... Gracias..
-Hay un
millar. Son tuyas, Naomi. Tuyas —y el muchacho abandonó la sala sin darse
vuelta.
En la
luminosidad del mediodía que ahora ocupaba todo el recinto, mil grullas
empezaron a balancearse impulsadas por el viento que la enfermera también dejó
colar, al entreabrir por unos instantes la ventana.
Los ojos
de Naomi seguían sonriendo.
La niña
murió al día siguiente. Un ángel a la intemperie frente a la impiedad de los
adultos. ¿Cómo podían mil frágiles avecitas de papel vencer el horror instalado
en su sangre?
Febrero
de 1976.
Toshiro
Ueda cumplió cuarenta y dos años y vive en Inglaterra. Se casó, tiene tres
hijos y es gerente de sucursal de un banco establecido en Londres.
Serio y
poco comunicativo como es, ninguno de sus empleados se atreve a preguntarle por
qué, entre el aluvión de papeles con importantes informes y mensajes
telegráficos que habitualmente se juntan sobre su escritorio, siempre se
encuentran algunas grullas de origami dispersas al azar.
Grullas
seguramente hechas por él, pero en algún momento en que nadie consigue
sorprenderlo.
Grullas
desplegando alas en las que se descubren las cifras de las máquina de calcular.
Grullas
surgidas de servilletas con impresos de los más sofisticados restaurantes...
Grullas
y más grullas. Y los empleados comentan, divertidos, que el gerente debe de
creer en aquella superstición japonesa.
-Algún
día completará las mil... —cuchicheaban entre risas— ¿Se animará entonces a
colgarlas sobre su escritorio?
Ninguno
sospechaba, siquiera, la entrañable relación que esas grullas tienen con la
perdida Hiroshima de su niñez. Con su perdido amor primero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario