domingo, 28 de abril de 2013

Más cuentos para seguir creciendo para alumnos de Secundaria!

Solo en la ciudad (fragmento de novela).
      La única razón por la que seguía en el negocio inmobiliario era porque podía dormir en los departamentos que estaban en venta. Mi amigo me pasaba las llaves y yo iba de una punta a otra de la ciudad; en un plano de la guía Peuser marcaba los lugares en los que había dormido con un círculo rojo. Cada noche miraba atentamente el mapa, tratando de adivinar en qué punto de la ciudad aparecería la próxima vez.
      Todas mis pertenencias en el mundo se habían reducido a un bolso negro, de lona, donde guardaba una frazada, algo de ropa, un par  de libros, un mate, una pava, y algunas cosas más. En los departamentos podía bañarme y lavar la ropa. No tenía casi nada, pero tampoco necesitaba más.
       Antes había compartido con un amigo un departamento, hasta que ninguno de los dos pudo pagar el alquiler; y en ese momento me pasó algo que hizo que dejara de ver a todo el mundo.
     Aquellos departamentos vacíos se convirtieron en el lugar perfecto para mí: era como estar en el espacio exterior, pero sin salir de la tierra.
    No podía acumular nada; entonces empecé a deshacerme de los libros que leía. Leía mucho; en mi vida solitaria era lo único que podía hacer. Consideraba a ese período como un retiro espiritual: no veía amigos, no veía a nadie de mi familia, no tenía novia. Un peregrinar por el desierto, o un retiro a lo alto de una montaña no hubieran sido ejercicios más solitarios que estar allí, en el corazón de la ciudad. Compraba los libros en alguna feria de usados o en las librerías de viejo, los leía en un par de días y, cuando no podía venderlos, los dejaba en las mesas de los bares, o en los bancos de las plazas, o en las escalinatas de piedra de las iglesias o los monumentos, siempre en sitios visibles. Como tenía en cuenta a los futuros lectores de mis libros abandonados, tomé la costumbre de escribir en un papel mi juicio sobre el libro, además de un pequeño resumen, que dejaba entre las páginas. Cuando anotaba mis opiniones, trataba de ser tan sincero como fuera posible, pero con entusiasmo, si es que algo del libro me había gustado, para que quien lo recogiera se sintiera tentado a leerlo.
        Envidiaba a los futuros lectores de mis libros abandonados, ya que me consideraba un excelente escritor de reseñas y hasta sospechaba que mi verdadera vocación era llegar un día a redactar contratapas. Me encantaba leer las cubiertas de los libros, donde el argumento resumido aparecía excitante y lleno de enigmas; la mayoría de los libros eran basura, pero en las contratapas lucían cosas únicas, inolvidables. Con el tiempo, de tanto leer contratapas (pasaba horas en el fondo de las librerías) distinguía los estilos de los anónimos autores, y me  daba cuenta si el libro les había gustado realmente o si lo llenaban de elogios sólo porque les pagaban  para eso. Era como descifrar mensajes secretos, y yo leía con claridad, bajo la desenfrenada defensa de alguna novela de moda: “no  abras este libro, no lo leas, yo tampoco lo leí”.
      Dejaba los libros donde pudiera vigilarlos bien  para ver quién era el que se los llevaba. La gente miraba para todos lados antes de tomar el libro y después lo guardaba con apuro, como si fuera un acto clandestino. En algunos casos el libro permanecía allí horas, sin que nadie se fijara en él.  Yo me alejaba, daba una vuelta, volvía y no me quedaba tranquilo hasta que el libro ya no estaba. Siempre terminaban por desaparecer.
    Leía muchas novelas policiales de colecciones viejas o libros de terror en ediciones baratas. No importaba que la trama transcurriera en las islas malayas, en los peores barrios de Nueva York o en Venus: todo lo que leía lo conectaba conmigo, con las cosas que me pasaban. Era como si todos los escritores quisieran enviarme mensajes, enseñanzas, bromas, advertencias que sólo a mí, entre miles de lectores invisibles, estaban destinadas. Algunos escritores parecían conocerlos más que yo mismo; ponían en sus novelas cosas que yo ya había olvidado, o secretos que no le había contado a nadie.
       Pero ahí estaban los libros, espiándome, con sus ojos de rayos x. Las que más me gustaban eran las historias de perdedores, que seguían luchando hasta el final. Tenían todo en contra y no les importaban.
     Mis horarios no eran muy regulares, ni tampoco mis comidas. Con lo que ganaba en las guardias inmobiliarias apenas me alcanzaba para comer en los bares o llevar pizzas o empanadas al departamento, con una lata de coca cola o de cerveza. A veces me encontraba con lugares que tenían desconectada la luz, y como no podía bajar al sótano a cambiar los tapones, me tenía que quedar en la oscuridad. Llevaba siempre velas y fósforos en el bolso.
       Trataba de quedarme en la calle hasta tan tarde como podía, para llegar y dormirme de inmediato, porque leer a la luz de las velas me cansaba los ojos. Al principio le tenía miedo a esa oscuridad, miedo a no tener nada quo hacer, a mis propios pensamientos sonando en el vacío, miedo al aburrimiento total. No tenía nada, pero cuando no había luz,  era menos que nada.
       Entonces aprendí de a poco a fijar mi atención en algo hasta descubrir sus menores detalles.
        Primero no hay nada pero uno se concentra y empieza a ver. Podía pasarme horas mirando la llama de la vela, las oscilaciones del fuego, las sombras contra la pared, el lento derrumbe de la cera derretida. Afinaba mi percepción hasta que los objetos dejaban de tener secretos para mí. Del mismo modo, me tendía en la oscuridad, ya no atormentado por el aburrimiento ni el insomnio, sino arrastrado por los recuerdos o las cosas que me imaginaba. Cada lugar, cada objeto, inclusive yo mismo, que ser un territorio para explorar.
      Vendí un solo departamento, pero no fue gracias a mi habilidad sino a un error de tasación.
Gasté la plata en libros y ropa: pantalones nuevos, camisa nueva, medias, calzoncillos, zapatillas, y tiré lo anterior. No acumulaba, reemplazaba.  Por cada cosa que entraba a mi mundo, algo salía. Había que viajar con poco equipaje.
   A veces investigaba en los departamentos que me habían tocado, buscando pistas de quienes habían vivido allí.  Revisaba en los cajones, cuando había muebles, y encontraba papeles, alguna fotografía, estampitas, siempre las cosas más inútiles, lo que la gente quería borrar de sus vidas de un modo tan definitivo que ni siquiera se había decidido a tirarlas, porque eso hubiera significado tocarlas. Cartas de amor de quienes habían llegado a odiarse o a olvidarse, viejos manuales de colegio, diarios íntimos de adolescentes. Eran cosas que me entristecían, pero no podía dejar de investigar. Pensaba que el estudio de aquellos restos me permitiría sacar alguna conclusión sobre cómo funcionaban las cosas detrás de las paredes, las leyes que regían las vidas ajenas. Yo no tenía televisión, así que tenía que reemplazarla con lo que pudiera. Era como un arqueólogo estudiando los restos de una civilización extinguida.
         A mi amigo lo despidieron de la inmobiliaria de un día para otro. Yo había ido a devolverle las llaves y ya no estaba; una empleada me dio, indiferente, la noticia, sin mirarme. Para mí era una catástrofe, porque el gran hotel cerraba sus puertas. Llamé a mi amigo a su casa y me dijo que iba a tomarse unas vacaciones antes de buscar trabajo. Prometí volver a llamarlo, sin embargo, nunca lo volvía ver.
      Ya era casi de noche, hacía frío y no tenía donde dormir. Me despedí mentalmente de esa casa gigantesca y dispersa, llena de cuartos por toda la ciudad, que me había alojado; eran distintos lugares pero eran también –y así lo recuerdo- un solo y único lugar, como si mi casa hubiera sido la ciudad misma.
     Pablo de Santis (De las Plantas carnívoras. Editorial Alfaguara, 1995).
El pañuelo:
      Lo que pasa en la pantalla es terrible. Decir tristísimo es poco.
El cine es un mar de sollozos ahogados.
      Cuando siente  que los ojos se le llenan de lágrimas, Márilin abre la cartera.
     Primero extrae un manojo de llaves que apoya sobre su falda. Todas amarradas a un huevo dorado con piedras incrustadas en los polos: el llavero.
     Enseguida saca un peine, un cepillo, uno de dientes y un espejito de mano. Después del espejo, sus dedos se estrellan contra un frasco de perfume metido en una bolsa de nailon de esas que usan en los supermercados para pesar verduras.
      O las frutas.
Sin quitar un segundo los ojos de la pantalla, Márilin extrae de la cartera un par de anteojos de sol, el estuche, un rouge, una caja de chiclets  Adams, una billetera, el portadocumentos que le regalaron, el rollito de papel higiénico que siempre guarda por si le vienen ganas de ir al baño en un bar. Cospeles y un sacapuntas.
     Cuando su falda queda completamente ocupada aprovecha la butaca de la izquierda que está libre y acomoda la linterna, el encendedor, la agenda, las biromes y el pastillero que aparece en un recodo y días antes ella diera por perdido.
     Entre tanto, lo que pasa en la pantalla sigue siendo muy triste.
     Márilin siente que la cartera se moja con el agua de los ojos y acaso de su nariz. En una búsqueda a esta altura descorazonada saca una cajita con cuatro cartuchos de tinta lavable, una hebilla con moño, el costurero de bolsillo que le han vendido en el tren. Veinticuatro papeles sueltos con direcciones y teléfonos, tarjetas navideñas de UNICEF, la plantilla de un zapato que le queda grande, el carnet de pileta, la receta del pedicuro, el monedero con el cierre roto, la agujereadora que equivocadamente se ha llevado de la oficina, las entradas de un concierto al que ya fue, un enchufe de tres patas, caramelos para la tos y dos autitos de carrera del sobrino de una amiga.
    Cuando Márilin encuentra su pañuelo, la película ya ha terminado hace quince minutos.
        Silvia Schujer (De Videoclips, Editorial Sudamérica, 1997).

 
 


 

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